De vuelta a la realidad
Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma
Una caricatura muestra a Herman Munster, el personaje anormal de la serie televisiva de hace medio siglo, amablemente sentado junto a una niña que le dice: “Pensé que eras un monstruo, pero eres tierno y sensible,” a lo que Herman le responde: “Es que estoy en campaña electoral.”
Lo que haya pasado antes de la elección de 2018 ahí quedó y ahora el gobierno de AMLO es responsable de lo que venga: una circunstancia no siempre es benigna, pues es ahí donde chocan los prejuicios con el pavimento.
Ningún asunto afecta a la ciudadanía de manera tan directa, brutal y con consecuencias de largo plazo como el de la seguridad. Las familias y las empresas tienen que lidiar con la permanente inseguridad porque el gobierno ha sido incapaz de actuar exitosamente. Una familia que ha sufrido un secuestro lo vive el resto de su existencia y afecta sus decisiones de ahorro, gasto, consumo y comportamiento. La inseguridad adquiere connotaciones políticas porque los responsables de lograrla, de todos los partidos, no han cumplido con su cometido.
Las empresas e instituciones padecen la inseguridad de muchas maneras. Parte es como resultado de lo que aqueja a sus integrantes: ¿cómo puede concentrarse un investigador universitario en su laboratorio, o un empleado en el mostrador de una tienda, si no sabe dónde está su hija? Las empresas comerciales que tienen presencia en la calle padecen la inseguridad especialmente en la forma de extorsión y saben que la autoridad está corrompida o es inexistente.
Las empresas grandes se abocan a la prevención, dedicando inmensos recursos a la contratación de policías, guardias, bardas de seguridad, patrullas que siguen a los camiones de reparto y demás. Sería infinitamente más productivo dedicar todos esos recursos a nuevas inversiones productivas que generaran más crecimiento, empleos y oportunidades.
La inseguridad destruye lo más esencial del ser humano porque, como escribiera Umberto Eco, mata “la posibilidad de tener esperanza”. Ningún país puede prosperar en un régimen de inseguridad como el que nos ha tocado vivir.
Uno de los factores que definen al Estado es el monopolio de la fuerza, pero su anverso es igualmente definitorio: la recaudación de impuestos. Se trata de dos lados de una misma moneda: quien es responsable de la seguridad también es responsable de la recaudación de los fondos que se destinan a sufragar los gastos que requiere la operación gubernamental. En ambos casos, se trata de un monopolio, pues si éste no existe, el Estado no cumple con su razón de ser.
El gobierno mexicano hace tiempo perdió el monopolio de la fuerza en tanto que no controla todo el territorio, no impide que bandas de asaltantes roben, asesinen, extorsionen y secuestren por doquier y no satisface la condición número uno de la función gubernamental: la seguridad y paz ciudadanas. El presidente rechaza el esquema que prevaleció en los años pasados para combatir la inseguridad, pero su plan es claramente insuficiente. Para comenzar, se concentra en intentar evitar que el crimen organizado reclute a jóvenes sin empleo y no en lo que es la esencia de la seguridad: un sistema de gobierno funcional que cuide al ciudadano, lo que implica policías y poder judicial de abajo hacia arriba. Esto no se puede construir de la noche a la mañana, pero nunca se logrará si no se comienza de inmediato.
Un empresario me explica su perspectiva del problema de una manera clara y directa: las autoridades hacendarias se desviven por cobrar impuestos, intimidar a los causantes y obstaculizar, por medio de interminables burocratismos, el funcionamiento de la actividad económica. Sin embargo, prosigue el empresario, nadie se preocupa de los nuevos recaudadores de impuestos: no los que mandan citatorios sino los que queman tiendas o fábricas cuando no se paga una extorsión. Desde la perspectiva del causante, ambos son iguales: los dos recaudan impuestos y extorsionan al causante, sea éste un profesional, empresario o simple empleado. Quien no paga se las ve con Hacienda o, en los últimos años, con las mafias de extorsionadores que son infinitamente más persuasivos, además de letales.
Es claro que el problema de seguridad no comenzó con este gobierno, pero Culiacán y el asesinato de la familia LeBarón evidencian que su estrategia no responde al tamaño del reto. Pero lo grave no es eso, pues la estrategia anterior tampoco era un dechado de virtudes, sino su rechazo a realizar un diagnóstico honesto de la naturaleza del problema.
A mí no me queda duda que la principal falla de las últimas décadas en esta materia ha sido de enfoque y de concepto. La esencia de la seguridad es simple: a) Ante todo, el objetivo es proteger a la población, no confrontar a los criminales; b) La seguridad comienza abajo, en cada manzana, y no se puede imponer desde el Olimpo; c) Las fuerzas federales, incluyendo al Ejército, deben convertirse en componentes centrales del proceso, pero su función es apoyar el desarrollo de capacidades locales, no responsabilizarse de la seguridad de manera permanente; y d) No existe problema más grande que el de la seguridad ni más desgastante de la legitimidad de un gobierno que la inseguridad. Si no, pregúntele a Peña.