Tiempos cambiantes
Por Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma
¡Cómo cambian los tiempos! A estas alturas del sexenio pasado, la discusión política se concentraba en la debilidad de la Presidencia, luego del fin de la era priista, cuando el debate rondaba sobre el excesivo poder de la Presidencia. Veinte años después la preocupación se enfocaba en la Presidencia enclenque. Sin que haya habido un cambio radical en las estructuras legales o constitucionales, hoy la discusión es de nuevo sobre la concentración del poder. Ahora que comienza el año clave de la nominación de candidatos, es crucial dilucidar qué es lo que ha cambiado.
La evidencia es contundente: el cambio no es de naturaleza estructural, sino de personas. El presidente Peña prácticamente se retiró de la vida pública, dejando que el (poco) trabajo político que se llevaba a cabo lo ejecutaran sus secretarios u operadores. El resultado fue un gobierno muy poco efectivo en gobernar, así haya logrado cambios legislativos sustantivos.
Por su parte, el presidente López Obrador se concentra de manera casi exclusiva en la labor política, dedicándose a narrar el acontecer cotidiano de una manera tan efectiva que domina el panorama nacional. Complementa esa labor central con visitas frecuentes a los lugares más recónditos del país, donde toda su actividad y enfoque se concentra en engrandecer su popularidad y afianzar alianzas de poder. Nada de gobernar.
Para un gobierno cuya narrativa exalta asuntos clave como la pobreza, la corrupción y la desigualdad, su gestión va que vuela hacia incrementos sustanciales en todos esos indicadores…
Los dos gobiernos evidencian contrastes y similitudes que vale la pena resaltar. Son similares en su devoción por el pasado, pero altamente contrastantes en sus prioridades. La contradicción al interior del gobierno de Peña fue siempre flagrante: no se puede recrear la vieja presidencia al mismo tiempo que se avanzan reformas cuya esencia es descentralizadora, como fue el caso de las de comunicaciones y energía. Al final ganó la parte reformadora, pero falló la chamba política que cambios tan trascendentes en términos ideológicos e históricos demandaban. La facilidad con que López Obrador ha ido virando el timón es testimonio claro de aquello.
La contradicción al interior del gobierno de AMLO no es menos grande, pero es de naturaleza diferente. El presidente ha sido sumamente exitoso en desmantelar muchas de las entidades, instituciones y mecanismos que caracterizaron a sus predecesores, pero el desempeño económico y social ha sido, para decir lo menos, (casi) catastrófico. Para un gobierno cuya narrativa exalta asuntos clave como la pobreza, la corrupción y la desigualdad, su gestión va que vuela hacia incrementos sustanciales en todos esos indicadores. La pregunta hoy, al inicio del penúltimo año del gobierno, es cuáles serán las consecuencias de esta gestión (o falta de ella) y qué tan distinto será su final respecto al de su predecesor.
Lo que es claro es que la gran diferencia entre las dos administraciones ha sido la persona del presidente: uno retraído y otro hiperactivo; el primero dedicado a sus labores en privado, el segundo imponiéndose en todos los foros y excluyendo, descalificando o intimidando a todo lo que percibe como obstáculo a la consagración de su poderosa presidencia.
En octubre pasado, el presidente Xi Jinping logró un hito en apariencia similar al consolidarse como el líder más poderoso de China en al menos medio siglo; pero las diferencias son notables: en China, la estructura que construyó el presidente de esa nación es imponente, arropada por toda una construcción legal y política que la hace tanto más poderosa y, potencialmente inexpugnable.
El caso de México es muy distinto. El mismo contexto produjo a un presidente en Peña Nieto que acabó siendo débil y otro, López Obrador, que, hasta ahora, ha sido extraordinariamente fuerte. Siendo que la diferencia es de personas y de la capacidad para operar, la pregunta es cómo será el próximo, hombre o mujer. Lo que parece obvio es que ninguno de los dos modelos es repetible: el primero porque nadie querría imitarlo de manera consciente, el segundo porque las condiciones que lo hicieron posible son únicas, exclusivas a la persona y a su historia. Mucho más importante, ¿cuántos años puede aguantar un país un deterioro sistemático en su economía, seguridad, servicios públicos y relaciones entre gobierno y sociedad? ¿Y sin ser gobernado?
El presidente López Obrador se ha abocado a su popularidad y al poder. Para lograrlo, ha procurado preservar la pobreza, contener (o impedir) el crecimiento de la economía y dejar que crezca la inseguridad. Parecería que seguía el script que, desde el siglo XVI, apunto Etienne de la Boétie: “Siempre ha sucedido que los tiranos, para fortalecer su poder, se han esforzado en instruir a su pueblo no sólo en la obediencia y el servilismo hacia sí mismos, sino también en su adoración.”
Quien suceda al presidente López Obrador no contará con los elementos que le permitirían recrear a su predecesor. Más bien, tendrá que corregir el camino para enfrentar los problemas fiscales, políticos, económicos y sociales, para no hablar de los internacionales, que serán el legado de esta administración.
Los candidatos que se definan este año debieran estar claros al respecto, porque la ciudadanía, hoy abrumada por una narrativa falaz, pero sumamente efectiva, se los demandará a la primera de cambios.