Terrenos pantanosos
Las acciones judiciales emprendidas en Chihuahua y ahora por el gobierno federal abren una nueva era en la guerra por el poder, judicializando la política y politizando la justicia, lo que pone en riesgo la estabilidad
Luis Rubio/ Reforma
En uno de los miles de memes que he recibido en las últimas semanas, la pregunta es “¿Las listas de candidatos a legisladores federales pluris se registrarán ante el INE o la PGR?” La pregunta es obviamente irónica pero refleja el sentir popular: los partidos políticos, particularmente Morena, han escogido a una bola de candidatos de dudosa reputación para sus listas de legisladores plurinominales -esos que no le deben lealtad a nadie más que a su líder partidista- dejando en el camino toda pretensión de representar a la ciudadanía o rendirle cuentas, dos de los elementos nodales de la democracia representativa.
En su sentido más amplio, la pregunta relevante es para qué y para quién es la política. El asunto que me preocupa no es el evidente abandono de ideologías en la conformación de las listas y coaliciones partidistas, sino la total ausencia de convicciones que definan una clara orientación política o incluso pragmática. El oportunismo se ha apoderado de la política mexicana y se manifiesta en todos los ámbitos, comenzando por su virtud inmediata de acercar a un partido o candidato al poder, pero al costo de arriesgar la poca legitimidad que le queda al sistema político. Cuando eso ocurre, podría comenzar el colapso del sistema político, tal como ocurrió en Venezuela hace dos décadas.
El problema se agrava ahora que la política mexicana ha tomado un curso por demás peligroso en los últimos meses, judicializando los procesos electorales y convirtiendo a la política en un espacio propicio para venganzas y vendettas. La suma de estos dos elementos -el aislamiento casi criminal de los políticos y los pleitos de barriada a través del encarcelamiento o amenaza de aprehensión de los opositores- entraña un deterioro que no promete nada bueno.
El primero en iniciar este camino fue el PAN con la detención de un priista en Coahuila para su encarcelamiento en Chihuahua, proceso que nunca hubiera ocurrido en un país serio: secuestro y encarcelamiento con orden de aprehensión sin nombre. El gobernador de Chihuahua exprimió el asunto a su máximo potencial, politizándolo sin que se hayan publicado elementos que lo justifiquen. ¿Era justicia o promoción político-electoral?
Ni tardo ni perezoso, esta semana el gobierno pareció responder a la afronta panista con acusaciones de lavado de dinero al candidato presidencial de ese partido. Como en el caso de Chihuahua, los hechos son vagos, la premura sugestiva de un objetivo político más que justiciero. Desde luego, es posible a haya mérito en estos casos, pero dado el momento electoral, es al menos igualmente probable que se trate de acciones caprichosas en manos de autoridades con demasiado poder en sus manos y ningún escrúpulo. La facilidad con que se extienden esas órdenes de aprehensión sugiere que nadie está a salvo. Peor, que los liderazgos políticos han optado por una guerra abierta en el momento más delicado de la vida política nacional y con las autoridades electorales más enclenques y sin brújula.
Ambos casos manifiestan dos cosas: por un lado, los defectos de la reforma penal en tanto que hace posible que se inicien procesos penales con la mera mención de un testigo protegido cuyo nombre no tiene que ser publicado o conocido. Esto podría ser algo adecuado en un país en que existe un Estado de derecho y se sigue el debido proceso, pero ciertamente no en México, donde ni siquiera hemos sido capaces de legislar de manera clara y concisa. Por otro lado, estos ejemplos evidencian que, al estilo Clausewitz, la justicia politizada se ha convertido en un medio a través del cual se saldan cuentas políticas: la política por otros medios. La reforma penal creó una nueva avenida para distorsionar la justicia, obscurecer la corrupción y politizar todavía más la vida cotidiana.
Como encontró Corral y sus acólitos panistas, en la reforma penal basta la suposición de comisión de un delito para que se obsequie una orden de aprehensión. Con ese instrumento en las manos de gobernantes perniciosos y sin escrúpulos, se pueden inventar testigos protegidos y, como dicen los franceses, ¡voilà!, todo queda resuelto. Con este instrumento, se abre la puerta a la judicialización de la política y, todavía peor, a la politización de la justicia. Y ninguno de nuestros próceres políticos tiene las manos limpias en este ámbito.
La gran pregunta es hacia dónde nos lleva este camino. En países en los que la democracia ha conducido a la independencia de la procuración de justicia, como ha sido el caso de Brasil, sus sociedades han logrado construir una pata alterna a la legitimidad del sistema, facilitando (al menos en potencia) la transición a un nuevo régimen de estabilidad. Parafraseando a Joaquín Villalobos, cuando se politiza la justicia resulta imposible procurar acuerdos políticos, combatir la corrupción o garantizar la estabilidad macroeconómica y la inclusión social.
Los partidos, el gobierno y los candidatos que promueven esta vertiente anti política nos están llevando en un camino resbaloso que no puede resultar en nada positivo. El oportunismo sirve por un momento pero tarde o temprano se revierte en crisis, si no es que caos. Todavía es tiempo de evitar un final tan destructivo.