Siempre sí habrá reforma fiscal… ¿para qué?
Mariana Campos / Animal Político
Parece que el plan de financiar la “transformación” del país con los recursos que se liberen al erradicar la corrupción no tiene la potencia que el propio presidente de la República imaginó cuando preparaba su proyecto de nación. En el Paquete Económico 2019, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP) estableció claramente que a mediados de este sexenio presentará una reforma fiscal con la misión de elevar sus ingresos para el financiamiento del gasto público.
No nos sorprende. Varios problemas hacendarios se han cocinado desde tiempo atrás, y han terminado por achicar el espacio fiscal. De no atenderse, podrían hundir la capacidad de actuación del gobierno, lo que repercutiría negativamente en la economía en su conjunto. En la lista de problemas están al menos estos cuatro:
1. El crecimiento avasallador del pago de obligaciones. El pago de las pensiones y el pago de los intereses de la deuda federal ya ocupan 6.6 puntos del PIB. En 2012, estos gastos ocupaban 4.7 puntos del PIB, lo que significa que en seis años años la carga de ambos gastos aumentó 40%. Eso ha generado presión sobre las finanzas públicas y ha desplazado otros gastos muy relevantes para el desarrollo de México.
2. El desplome de la inversión pública en infraestructura, así como el estancamiento de los gastos en salud y educación, en relación con el PIB. Los gastos en infraestructura, salud y educación son fundamentales para el desarrollo de cualquier país, pues generan capital humano –una forma de riqueza que se expresa como la capacidad que tiene la población de crear ingreso–. Dichos gastos permanecen por debajo de lo deseable. Su nivel no se ha podido levantar como se requiere: el gasto propuesto por la presente administración en estos rubros es similar al observado en el sexenio anterior.
3. El deterioro inminente de los erarios locales. Un cáncer financiero azota a estados y municipios desde hace varios años: altos niveles de endeudamiento y de pago de obligaciones; aumento de la cartera de pasivos de corto plazo, especialmente pagos para maestros y universidades públicas (pero también para diversos contratistas); crecimiento descontrolado de la nómina; estancamiento de la inversión física y quiebra de los sistemas de pensión. Si bien no es el caso de todos los estados, el promedio nacional exhibe que la nómina estatal se quintuplicó en los últimos 20 años, mientras que la inversión estatal sólo creció 40% en el mismo periodo. Asimismo, los ingresos propios están estancados y la dependencia hacia el erario federal sigue siendo un lastre para el fortalecimiento de las finanzas locales, al tiempo que elimina los incentivos para que los estados asuman mayores responsabilidades. Ante esta situación, los fondos federales se transfieren sin promover un cambio de ruta, sino todo lo contrario: se asume la misma lógica que no logró superar las debilidades y rezagos.
Lo que se intuye tras el cambio de planes del presidente y su secretario de Hacienda es que seguramente han reconocido estos y otros problemas. Pero si llegan nuevos recursos al erario federal no podemos asumir que se gastarán efectivamente en las soluciones que requerimos. El destino que el Gobierno le de a nuevos recursos es un asunto que le concierne de lleno a los cuidadanos. No sólo porque los recursos adicionales los van a aportar los propios ciudadanos, sino también porque los beneficios de dicha reforma deben garantizar un avance contudente en la solución de los principales problemas que aquejan a México.
Los recursos adicionales deben etiquetarse para financiar la reforma al sistema de salud y de pensiones, que posiblemente pueda desembocar en un sistema universal de protección social. Otra prioridad es la generación de infraestructura, que hoy sigue siendo cortoplacista y de corte político. ¿Qué quiere decir esto? Que el país levanta proyectos que no necesariamente son rentables, o que tienen precios desproporcionadamente elevados y con una calidad insuficiente. Es urgente desarrollar los procesos de planeación de la infraestructura; para priorizar adecuadamente el gasto en este ámbito y para iniciar la construcción de los proyectos cuando ya están preparados para ello.
También hay que exigir cambios en el sistema de coordinación fiscal, entre federación y estados; se debe refrescar bajo una nueva lógica: generar los ingresos públicos, punto. Eso no puede seguir siendo una responsabilidad casi exclusiva de la federación. Es momento de impulsar mayor independencia fiscal de los erarios locales, lo que supone que la federación quiera ceder control, algo nada fácil de lograr y menos en estos momentos. Por otro lado, es momento de que los gobiernos locales asuman su responsabilidad, lo que implica que se comprometan a reducir los fuertes rezagos institucionales, exhibidos como falta de auditorías independientes, ausencia de un mínimo de buenas prácticas para contratación pública, inexistencia de sistemas de inversión pública y hasta de reordenación territorial para el cobro efectivo del impuesto predial, en el caso de los municipios.
Como dice el dicho, la gata no era arisca: a palos la hicieron. La reforma de 2014 trajo nuevos recursos que no se destinaron a impulsar los factores del crecimiento, como el capital físico y humano. La reforma fiscal que viene no puede limitarse al ámbito de la recaudación. La sociedad debe dar un manotazo en la mesa para exigir que de antemano se establezcan los propósitos y prioridades a financiar.
En 2014 también se propuso y aprobó una reforma, que errónamente se le llamó “hacendaria”, pues no lo fue del todo. Mejor dicho: se trató de una reforma tributaria, ya que no se discutieron ni se hicieron cambios a la política de gasto público. No obstante, la reforma sí detonó un fuerte crecimiento de los ingresos tributarios a partir de 2014. El efecto positivo sobre el erario que tuvo esta reforma tuvo menos impacto de lo esperado, en parte debido al ya mencionado crecimiento desmesurado del pago de obligaciones. Este fenómeno absorbió en corto tiempo el espacio fiscal adicional, que también suavizó el desplome de los ingresos petroleros aunque se haya impuesto el IEPS de gasolinas y diésel.
En resumen: no hubo un avance para mejorar las prioridades del gasto público. En 2018, México Evalúa documentó en el estudio Arquitectura del Ramo 23 que 30% del incremento en los ingresos de origen tributario –que tuvo lugar entre 2014 y 2017– se destinó a surtir fondos discrecionales que la federación transfirió a gobiernos locales. Dichos fondos no estaban regulados, por lo que no tenían establecido un propósito; es decir, no fijaban criterios sobre quién debía recibirlos, por qué recibirlos, cuánto debía recibir cada gobierno, cuándo debía recibirlos, qué resultados se esperaban o qué obtuvieron a cambio. Penosamente, los datos sobre los montos tranferidos sugieren que la motivación detrás de las transferencias fue política, y no el interés público o el beneficio ciudadano.
La sociedad debe meterse hasta la cocina en la próxima reforma hacendaria y exigir compromisos para avanzar hacia una mejor priorización y manejo del gasto público.