Antes de que cante un ganso
Luis Rubio / Reforma
Al inicio de este siglo, Rusia se encontraba ante una encrucijada. El fin de la guerra fría había abierto ingentes oportunidades, pero su proceso de transición -de una economía controlada, centralizada y sin propiedad privada a una de mercado- había sido desastroso. En lugar de que se dispersara la propiedad entre millones de familias y potenciales empresarios, las enormes industrias soviéticas habían sido tomadas por un grupo de plutócratas que vendían los recursos públicos, comenzando por el petróleo, como si fuesen propios. Para 1998 las contradicciones del proceso de privatización y ajuste habían resultado incontenibles, provocando una de esas crisis financieras que los mexicanos habíamos conocido. La resaca llevó al poder a quien hasta la fecha sigue siendo el mandamás, Vladimir Putin, quien, con enorme habilidad, reconcentró el poder y sometió a los llamados oligarcas.
Armado de un nuevo plan y del control centralizado del poder, Putin reorganizó la economía y restableció la estabilidad económica, ganándose con ello el apoyo popular. Siguieron grandes cambios, ideas y proyectos para reactivar la economía y transformar la base productiva, intentando alejarla de su (casi) única fuente de riqueza, el petróleo.
Años después, quien fuera su primer ministro, Viktor Chermomyrdin, evaluó lo logrado: “Esperábamos lo mejor pero las cosas resultaron como siempre.” ¿Acabará igual la “cuarta transformación”?
El punto de partida para el gobierno de AMLO es que todo lo que se hizo de los ochenta para acá está mal. Todo es corrupto, nada sirve y quienes lo condujeron son unos traidores. Los nombres varían, pero la tonada es la misma: el país estaba mejor cuando estaba peor. Un cartel fuera de un restaurante lo resume de manera impecable e implacable: “Estamos peor, pero estamos mejor porque antes estábamos bien, pero era mentira; no como ahora que estamos mal, pero es verdad.”
El gran plan del gobierno es fácil de discernir: concentrar el poder, echar para atrás todas las reformas -hasta lo posible- que se avanzaron a partir de 1982 y, con ello recrear el nirvana que existía en los setenta para, quizá, que el presidente se pueda reelegir. No es un plan complicado, aunque el manejo político con que se conduce lo aparente. El objetivo es claro y avanza paso a paso. Las tácticas van modificándose, pero el proyecto medular es consecuente.
Lo relevante es que una amplia porción de la población está convencida que el proyecto vale la pena y que el presidente lo está conduciendo sin conflictos de intereses y sin miramiento. El que la economía vaya de bajada, el consumo se esté estancando (o disminuyendo) y las finanzas públicas puedan experimentar problemas en el futuro mediato a nadie parece importar. La mayoría de la población está hipnotizada, creyendo que es posible lograr lo que uno quiere sin tener que trabajar o construirlo. El presidente está convencido que con sólo desearlo se consumará. Si algo camina mal, todo se resuelve -o ataja- con el ungüento de más transferencias a clientelas y la identificación de culpables en calidad de chivos expiatorios.
Dado que los causantes del desastre que evidencia la pujanza de la clase media (y de un país que, con todos sus defectos, avanzaba), son aquellos que tuvieron alguna participación en la función pública en los últimos treinta años, la cantera de potenciales conservadores, fifis y traidores es literalmente infinita. Si a eso se agregan todas las empresas -y sus empleados- que son cada vez más productivas y exitosas, el potencial para identificar a los causantes de ese desastre nacional del que tan orgullosos estamos tantos (y que es el sustento de la economía), es doblemente infinito.
No cabe ni la menor duda que el país padece de muchos males y que la suma de un cambio tecnológico incontenible con una economía global (casi) totalmente integrada hace muy difícil resolver todos los problemas de un tajo. Igual de cierto es que la solución no radica -no es posible- a través de la concentración del poder o la revitalización del cadáver de Pemex, pues el problema radica en el rechazo al futuro que se manifiesta en la incapacidad del gobierno -de este y todos los anteriores desde hace medio siglo- para llevar a cabo una reforma educativa que privilegie el aprendizaje en la era digital sobre el chantaje sindical. El proyecto político es transparente, pero la diferencia entre los sesenta y el presente es que la economía está abierta y eso altera todas las premisas.
Dice un querido amigo que “México jamás será un país civilizado y desarrollado, por lo menos, no en los próximos 100 años” porque en lugar de construir un consenso que permita decisiones con amplio apoyo, “el gobierno privilegia la discordia y la polarización, armas estratégicas en su arsenal de destrucción del presente. Lo que si seremos en breve -en menos de lo que canta un ganso- es un país menos civilizado, menos desarrollado, más salvaje, más injusto, más polarizado, con más encono y menos deseable…” Al día de hoy, más del 70% de la ciudadanía le da a AMLO el beneficio de la duda. La experiencia del último medio siglo es menos generosa: cuando se rompen los equilibrios fiscales, políticos y de la civilización, las crisis no tardan en llegar.