Regalito
La seguridad de la población es la principal responsabilidad —y razón de ser— del gobierno, pero el mexicano la ha ignorado y despreciado de manera sistemática (aunque nunca al nivel que el actual), lo que arrojará un envenenado legado.
Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma
Cualquiera que acabe siendo el desenlace de los comicios el próximo dos de junio, lo que es seguro es que a la ganadora le caerá encima el tigre de la inseguridad y la violencia que aqueja a prácticamente todo el país. Por más que el presidente ha minimizado y despreciado el impacto —y el daño— que la extorsión y la violencia entrañan para la vida cotidiana de la ciudadanía, la próxima presidente no tendrá mayor opción que enfrentarlo. El presidente ha sido extraordinariamente hábil para eludir el problema, pero ninguna de sus posibles sucesoras gozará de ese privilegio: heredará la enorme irresponsabilidad con que el gobierno saliente se ha conducido en esta materia.
Uno de los efectos de tantos años de violencia, extorsión, secuestros y homicidios es la normalización que ha tenido lugar. La vida sigue a pesar de los evidentes riesgos asociados al enorme desorden que caracteriza al gobierno y al creciente poderío del crimen organizado. Lo que debería ser escandaloso —la falta de certeza sobre lo más elemental de la vida diaria, la seguridad— ha pasado a ser una más de las tantas cuitas con que tiene que lidiar el mexicano de a pie todos los días.
Pero seis años de desidia, ignorancia deliberada y profundo desprecio por la vida de la ciudadanía no pasan gratis. Mientras que el presidente profesaba abrazos, los criminales construían hechos consumados porque vieron a ese periodo y a esa absurda (ausencia de) estrategia como una gran oportunidad para consolidarse y hacer tanto más difícil combatirlos. La próxima presidente se encontrará con un país en llamas, con un gobierno incompetente y sin los atributos que hicieron posible que AMLO engañara o, en el mejor de los casos, pudiera ignorar el problema de la inseguridad por tanto tiempo.
Uno de los mitos más ubicuos en la narrativa del gobierno saliente ha sido el de “haberle pegado innecesariamente al avispero.” Según esa mitología, el presidente Calderón optó por iniciar una guerra contra los narcos cuando el país vivía en plena tranquilidad, eso a pesar de la evidencia de una creciente violencia, secuestros y la entonces incipiente industria de la extorsión. La estrategia de Calderón pudo haber sido errada, pero, al igual que la estrategia que había planeado Francisco Labastida para el gobierno al que no llegó en 2000, constituían intentos honestos por enfrentar un problema que crecía de manera incontenible. Lo que es claro en retrospectiva es que el tamaño del desafío crece y no va a disminuir a menos que el próximo gobierno actúe de manera inteligente y deliberada.
La primera pregunta relevante es por qué, luego de décadas de paz, la inseguridad se ha convertido en un desafío de tal magnitud. La respuesta inmediata es que el país pasó de un gobierno híper centralizado y poderoso que controlaba todo, a una realidad descentralizada en que nadie es responsable de nada. Fue en ese espacio que se colaron las organizaciones criminales, adueñándose poco a poco de regiones y actividades en cada vez más latitudes.
Cuatro circunstancias llevaron a esta situación. La primera tuvo que ver con la gradual erosión de los controles gubernamentales, producto de la evolución de la sociedad y la liberalización económica: entre 1968 y finales de los ochenta, el país experimentó un cambio radical en el poder gubernamental. La segunda tuvo que ver con alteraciones en el mercado americano de drogas (donde cambiaron los patrones de consumo) y, sobre todo, en el control que el gobierno colombiano logró sobre sus propias mafias. Ambos factores tuvieron el efecto de crear y fortalecer a organizaciones criminales lideradas por mexicanos que continuaron el negocio colombiano de transporte de drogas hacia EUA, pero también comenzaron a desarrollar mercados y otros negocios criminales dentro de México, como el secuestro y la extorsión. La tercera circunstancia fue la derrota del PRI en 2000. Ese factor rompió el monopolio del poder y del control que ejercía el gobierno federal y permitió que ascendiera la criminalidad en todo el país. Por último, lo más trascendente, fue que nadie se responsabilizó de la seguridad a nivel estatal y local. A pesar de que los gobernadores comenzaron a recibir ingentes recursos, prácticamente ninguno se abocó a la seguridad. En lugar de construir capacidad policiaca y judicial, se robaron los fondos o los emplearon para construir candidaturas.
O sea, el problema no es de pobreza o desigualdad, sino de la ausencia de una estructura bien planeada de seguridad.
El país nunca ha tenido una estrategia de seguridad ni ha antepuesto a la población como el objetivo principal de la responsabilidad de su gestión. En términos llanos, el éxito o fracaso de la seguridad debe medirse de manera muy simple y aterrizada: ¿Puede una mujer joven caminar sola sin riesgo en la noche en su localidad? El día en que la respuesta sea un SÍ categórico, el país habrá recobrado su seguridad. Ese es el reto.
El novelista escocés Robert Louis Stevenson expresó lo que ha venido aconteciendo, y lo que viene, de una manera por demás singular: “tarde o temprano, todo mundo se sienta en el banquete de las consecuencias.” El legado de AMLO va a ser patético en general, pero especialmente grave en materia de seguridad. Las consecuencias, y los desafíos, no se harán esperar.