Reforma fiscal: ¿un parteaguas?
Edna Jaime
Antes de ella hablábamos de un gobierno transformador; ahora de uno restaurador.
La reforma fiscal que el gobierno de la República puso a consideración del Congreso marca, desde mi perspectiva, un antes y un después en esta administración.
Apenas unas semanas atrás, el gobierno de Enrique Peña Nieto parecía determinado a levantar los obstáculos para que la economía mexicana creciera aceleradamente. Ahí están las reformas propuestas y aprobadas en el primer trecho de su administración. La reforma fiscal, sin embargo, desentona completamente con el ánimo de esos primeros meses. La reforma fiscal propuesta no encaja con el proyecto económico que este gobierno ofreció en campaña y ya en funciones. La razón: la propuesta no resuelve los problemas estructurales de nuestro sistema fiscal. Por lo menos no los importantes que se refieren al arreglo fiscal federal, la reducida base de contribuyentes, la complejidad del sistema, entre otros, pero tampoco es una reforma orientada al crecimiento, la inversión, la generación de empleos y la formalidad. Más bien es una reforma con un énfasis recaudatorio para financiar un renovado Leviatán mexicano al que hay que tributar sin cuestionar. Como cuando teníamos más rasgos de súbditos que de ciudadanos.
Distintos aspectos de la iniciativa preocupan y han sido ya destacados por analistas y expertos. Desde la perspectiva del trabajo que realizo desde México Evalúa me preocupan particularmente dos: 1) la ampliación del gasto que la propuesta plantea, 2) los incentivos a la informalidad que puede generar. Respecto al primer punto, la propuesta es temeraria. El incremento de gasto que propone es considerable, 13% en términos nominales. La pregunta es ¿para qué? Porque no es para el sistema de seguridad social universal que se anunció y que en realidad no es tal, sino tan sólo una ampliación del programa de pensión para adultos mayores vigente desde la administración anterior. En esa calidad, representa sólo 3.8% del total de gasto adicional contenido en el presupuesto 2014. Tampoco para el seguro de desempleo que será financiado con aportaciones obrero-patronales y no con recursos del erario. Los mayores recursos son simplemente para financiar más gasto, a nuestro Leviatán.
El gasto per se no es un problema. Al contrario: puede ser un instrumento potente para cambiar realidades. Países con niveles elevados de desarrollo tributan alto y gastan más. Pero también cuentan con mecanismos de rendición de cuentas bien desarrollados que dan cierta garantía de efectividad para cada recurso que se gasta o invierte. En México, éste no es el caso. Nuestros sistemas de gobierno están tan dislocados que la capacidad de ejecución de políticas públicas exitosas es reducido. Y nuestro sistema de rendición de cuentas es tan embrionario que no ofrece certezas del buen uso de recursos, pero tampoco cuenta con capacidad para sancionar a quien abusa o hace mal uso de su autoridad. En este contexto, gastar más implica un riesgo: retirar recursos de donde podrían tener una productividad mayor y reasignarlo a espacios en los que se destruye valor.
Pero la reforma propuesta no sólo preocupa por la falta de certezas de los destinos y efectividad del gasto sino también por los incentivos que genera. A menos de que no esté entendiendo los mecanismos implícitos en la iniciativa, me parece que ésta promueve de manera franca la informalidad. Primero: porque eleva de manera sustantiva los costos de la formalidad no sólo por una carga tributaria directa más elevada, la eliminación de deducciones, la desaparición del Régimen de Pequeños Contribuyentes y el incremento a las cuotas del IMSS, sino también porque se incrementan los beneficios de programas no contributivos (i.e. pensión universal). Segundo: se contempla la eliminación del impuesto a los depósitos en efectivo, un instrumento insuficiente pero útil para combatir la informalidad. Ante este coctel de incentivos, ¿a quién le interesaría ser formal?
En fin, la llamada Reforma Social y Hacendaria propuesta no encaja con la narrativa que esta administración había desarrollado. No está alineada con los objetivos de crecer y mucho menos con los de democratizar la productividad. Si la reforma promueve la informalidad, se estarían reforzando los grilletes que detienen nuestro crecimiento. Nada más contradictorio a las otras grandes reformas que se han propuesto.
Por eso considero que esta reforma implica un parteaguas para esta administración. Antes de ella hablábamos de un gobierno transformador; ahora de uno restaurador.
Por el bien de este país, ojalá que esta propuesta no prospere en sus términos. Nos atrasaría muchos años más.