¿Quién da la cara para investigar las masacres?
Por Chrístel Rosales (@Chris_Ros) | El Sol de México
Primero fue la violencia en Reynosa, que concluyó con al menos 19 muertes y con la población asolada en el terror. Le siguieron los hechos en Villahermosa, Salvatierra, Fresnillo, Valparaiso, Monterrey y varios puntos de Baja California, que sumaron como mínimo 71 personas muertas en una semana. Todos los casos han sido vinculados con cárteles que, a decir de las autoridades, se disputan las plazas y buscan desestabilizar a la sociedad. Pero eso en realidad es decir casi nada. O peor: es desentenderse del asunto de fondo.
Nuestro país experimenta una tasa de homicidios similar a la de naciones en guerra. El Estado mexicano, comenzando por el titular del Ejecutivo y pasando por el fiscal general de la República y las cabezas de las instancias de seguridad, debería estar revisando críticamente, a conciencia, su política y estrategia frente a la delincuencia organizada. Sin embargo, lo que vemos es indefinición y una voluntad poco clara para enfrentar a quienes violentan y aterrorizan a la población.
Sabemos bien que los grupos criminales han logrado organizarse, coordinarse y perfeccionarse a un ritmo acelerado, hasta convertirse en organizaciones, redes y mercados de alcance trasnacional. Por desgracia, también sabemos que las autoridades encargadas de plantarles cara se han quedado ancladas en el pasado, con acciones débiles, fragmentadas y burocráticas.
Los problemas endémicos de falta de coordinación, profesionalización y especialización en las instancias de justicia no han hecho más que agravarse. A nivel federal, se ha claudicado en la construcción de una vía civil para brindar seguridad pública, y la FGR, con su nueva ley a modo, parece que acentúa su tinte inquisitivo, con una falta de entendimiento de los fenómenos criminales. La resistencia a investigar y perseguir delitos se aprecia como consecuencia de todo lo anterior. Me explico.
En el más reciente estudio de México Evalúa sobre la transición de la FGR, hicimos notar que no hay una investigación y persecución de fenómenos complejos y que la impunidad federal supera el 95%. Ni las fiscalías locales ni la instancia federal han logrado discernir la óptima distribución de competencias y los mecanismos de colaboración para investigar los fenómenos, especialmente aquéllos en los que se involucra la delincuencia organizada.
Lo que queda es una catástrofe: la impunidad estructural. No me refiero a la provocada, por ejemplo, por la sobrecarga de trabajo, sino a la que se asocia con el vacío de poder y la indefinición de roles y responsabilidades. Esa impunidad abarca especialmente a los delitos caracterizados por un alto impacto social y una violencia desmedida, y a los casos que apuntan a una posible cooptación de fuerzas del Estado, que trascienden las fronteras de las entidades e involucran violaciones graves a los derechos humanos. Esa impunidad estructural inicia en el momento en que ninguna instancia desarrolla la investigación con el alcance y contundencia necesarios. La discrecionalidad y falta de criterios claros en el ejercicio de la facultad de atracción por parte de la FGR, junto con el escenario de un país rebasado por la violencia y por la operación sin límites de las organizaciones criminales, demuestra la urgencia de una redefinición de competencias en nuestro federalismo penal. Así sabríamos, al menos, quién es la instancia prima facie responsable de investigar y perseguir los fenómenos que nos tienen hundidos.