Perspectivas y retrospectivas
Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma
Sobre lo único que no hay disputa es que el presidente está avanzando aceleradamente hacia una creciente concentración del poder. Cada paso que da y cada decisión que toma tiende a eliminar competencia, disminuir o neutralizar contrapesos y cancelar todas las fuentes de independencia que puede. El objetivo manifiesto es controlar para resolver los problemas que el país ha venido experimentando con presidencias débiles que fueron incapaces de restablecer el orden y promover el crecimiento de la economía. En una palabra, recrear los años 60.
Décadas de observar el funcionamiento del sistema político me han llevado a dos conclusiones sobre sus pilares fundamentales y, por ende, sobre la viabilidad del proyecto de concentración del poder.
En primer lugar, no cabe ni la menor duda que en toda la era independiente del país sólo ha habido dos periodos en que la economía creció con celeridad y la sociedad vivió años de paz y estabilidad. El primero fue el del Porfiriato que, después de décadas de conflictos y levantamientos, el gobierno fundamentó un orden que permitió atraer inversiones, construir ferrocarriles y darle un fuerte impulso a la economía. El segundo periodo fue el de la etapa postrevolucionaria, especialmente los años del desarrollo estabilizador, en que la economía creció de manera inusitada, el país experimentó una rápida urbanización y la clase media creció. El común denominador fue un gobierno fuerte que no permitía disidencia e imponía orden. No es difícil identificar en esos logros un poderoso imán para la imaginación de un gobernante que sueña con lograr la tercera era de paz y estabilidad.
El problema de mirar nostálgicamente hacia el pasado es que permite aislar los logros de los fracasos o los avances de sus consecuencias. El Porfiriato se colapsó por razones biológicas porque todo dependía de un individuo que empujaba y controlaba, negociaba y gobernaba, pero que inexorablemente tenía un fin. Incluso sin revolución, el Porfiriato vivía contradicciones que difícilmente hubieran sobrevivido al caudillo. El fin del PRI duro fue producto no de la falta de institucionalidad sino de su cerrazón y autoritarismo, que negaba cualquier flexibilidad para ajustar el modelo cuando sus soportes comenzaron a hacer agua, a la vez que cegaba a sus líderes respecto al desarrollo de la sociedad, producto, irónicamente, del éxito de su gestión. Al igual que el Porfiriato, la naturaleza del sistema le impedía transformarse y no hay razón para pensar que una nueva era de férreo control presidencial vaya a ser distinta. Los problemas que hoy experimentan los priistas en su intento por recrearse se derivan de lo mismo.
En segundo lugar, tenemos una profunda propensión a desperdiciar oportunidades, quizá por el bajo calado de la democracia mexicana y sus profundos sesgos autoritarios. Aunque se resolvió (casi) el problema de acceso al poder, estamos lejos de haber construido el andamiaje institucional que le dé protección a la ciudadanía, arraigue de manera profunda la participación ciudadana en una sociedad tan dispersa y desigual y obligue a la autoridad a ser transparente y rinda cuentas efectivas de sus actos. El mero hecho de que el presidente pueda barrer con los incipientes contrapesos sin costo alguno lo dice todo.
Pero el problema de fondo es que el poder, por vasto que sea, no garantiza un resultado benigno. En los 80 y 90, gracias al maridaje del PRI y la presidencia y al autoritarismo que le era inherente, con una presidencia infinitamente más poderosa a la que siguió, el gobierno fue incapaz de llevar a cabo el cambio integral que su propio proyecto proponía. Se hicieron reformas incompletas, muchas veces a modo, que se tradujeron en una gran desazón, por la cual ahora estamos pagando el costo. Un ejemplo lo dice todo: para la privatización de Telmex hubo dos proyectos de título de concesión, uno que valía cuatro veces más que el otro; el primero garantizaba el fin inmediato del monopolio y la apertura a la competencia, en tanto que el segundo preservaba el monopolio. El crecimiento económico requería lo primero; el interés hacendario aseguró lo segundo. Nada es gratuito.
Al inicio de este siglo, Fox volvió a desperdiciar la enorme oportunidad que su elección había creado. A la dilución del poder presidencial se sumó la incompetencia y frivolidad del personaje, quien hasta la fecha no ha podido comprender su responsabilidad histórica. ¿La tercera –o 4T– será la vencida?
El problema trasciende las características de las personas porque refleja una debilidad estructural de la política mexicana que no se resuelve con la reconstrucción de la presidencia imperial.
AMLO goza de un enorme apoyo popular, mayor al de Fox en su momento, pero igualmente volátil. Si algo enseña la historia nacional es que los grandes estadistas que hoy así se reconocen lo fueron por haber trascendido las escaramuzas del momento y construido una nueva plataforma de realidad. Ninguno de ellos –Juárez, Madero, Cárdenas– sabía de antemano que sería estadista: simplemente construyeron un nuevo futuro. Todo lo cual muestra la futilidad de intentar recrear un pasado irrepetible, cuando lo que se requiere es un nuevo futuro.