El país del imaginario
Luis Rubio / Reforma
En el corazón de la disputa política que hoy concluye se encuentra la gran ausencia que México padece desde hace décadas: capacidad de gobierno o gobernabilidad. Esa capacidad de actuar y resolver desapareció en la vorágine que produjo una combinación letal de circunstancias -crisis financieras, (casi) hiperinflación, globalización, crimen organizado y ceguera de la clase política- entre los setenta y lo que va del milenio. En lugar de soluciones, la parálisis condujo al declive de las capacidades gubernamentales y esto generó una interminable nostalgia.
La nostalgia, esa añoranza por un pasado mítico, es fácilmente explicable por las carencias y complejidades cotidianas que padece la población: inseguridad, malos servicios públicos, pésima educación, pobreza. Pero la nostalgia fácilmente se puede convertir en un instrumento propagandístico de control político y no de buen gobierno.
El gobierno que emergió de la gesta revolucionaria era más autoritario que institucional, circunstancia que le permitió lidiar eficazmente con la criminalidad y asignar recursos de manera discrecional, todo lo cual favoreció algunas décadas de estabilidad política y crecimiento económico. Al mismo tiempo, su inherente rigidez le impidió adaptarse a los cambios que ocurrían tanto dentro del país como en el entorno externo.
Y esos cambios acabaron minando sus estructuras, tornándolo cada vez más ineficaz. Las primeras manifestaciones fueron las crisis económicas de los setenta, las insuficientes y, en ocasiones, inadecuadas reformas de los ochenta y la crisis de seguridad a partir de los noventa. Todos estos factores fueron producto de cambios en el entorno externo que el gobierno mexicano no tenía capacidad -o disposición- a enfrentar. En una palabra, México no se preparó para los cambios que se dieron en Colombia y Estados Unidos y que tuvieron el efecto de alterar los patrones de operación del crimen organizado; ni creó condiciones integrales para que todo el país se insertara exitosamente en el mundo de la globalización. Ambos fenómenos transformaron al mundo, pero en México el gobierno no se adaptó y así fue incapaz de evitar la crisis de seguridad o de generar un marco para una mejor distribución de los beneficios de la globalización.
En este contexto, es fácil caer en la nostalgia de regresar a un mundo en que las cosas aparentemente funcionaban, donde la economía crecía y no había violencia: un momento en la historia que es irrepetible. La nostalgia por la estabilidad viene de la mano del sueño de mando unipersonal, el control de la población y el sometimiento de los sindicatos y de los empresarios; le permite al votante imaginar una solución mágica a los problemas que le aquejan, sin costo alguno.
A quienes viven en ese momento idílico del pasado les es imposible comprender que el mundo cambió no por nuestra voluntad sino porque se dieron circunstancias que acabaron con los sustentos de aquella era: la tecnología evolucionó de manera prodigiosa, las comunicaciones aceleraron los intercambios y la integración de los procesos productivos elevó las economías de escala, mejorando la calidad de los bienes y su precio. Quien maneja un automóvil en la actualidad no puede concebir que hace treinta años había que llevar los coches al taller cada rato porque las descomposturas eran frecuentes: la vida ha mejorado dramáticamente.
El reto es corregir los males del presente sin crear una mega crisis y eso requiere del reconocimiento que no hay más recursos; la (supuesta) austeridad de los gobiernos de los ochenta hacia acá no fue producto de su deseo, sino de falta de alternativa. Hubo poca austeridad y no hubo ahorros.
Es evidente que los mexicanos vivimos contradicciones interminables. Las cosas no están organizadas para que sea fácil prosperar: todo se hace difícil por burocratismos, intereses dedicados a obstaculizar la vida cotidiana y gobernantes cuidando más de sus propios asuntos que de generar condiciones para el desarrollo. Esto habla de la necesidad de un cambio político para que la economía prospere.
Las estructuras económicas que tenemos han hecho posible que vastas regiones del país crezcan a tasas asiáticas, pero las viejas estructuras políticas y sociales han preservado cacicazgos y, con ello vastos espacios de pobreza. No ha habido un gobierno capaz de romper obstáculo: el problema no es el modelo económico en sí, sino los impedimentos políticos que mantienen a estados como Oaxaca y Chiapas paralizados. La disyuntiva no radica en reconstruir el pasado manteniendo lo bueno del presente, algo imposible, sino en cambiar los vectores actuales para hacer posible el desarrollo. Y este es el gran desafío político hacia adelante.
La paradoja de esta elección radica en que las regiones que sufren son aquellas en las que el modelo económico tan criticado no ha sido implementado. La inequidad y la pobreza son producto de intereses intrincados: cambiar esa realidad implica un cambio de régimen con dos características: un gobierno moderno y funcional y un régimen de legalidad.
La nostalgia, dice un religioso, “es una forma de indulgencia. Como todos los miembros del clero saben, las indulgencias vienen con un alto precio.”