Observaciones y aprendizajes
Por Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma
A la memoria de Héctor Fix Fierro
Nada como una crisis para aprender cómo realmente somos. Las crisis sacan lo mejor y lo peor de las personas, de los gobiernos y de los países. Recuerdo el clima de solidaridad que se gestó tras el sismo de 1985 y que tuvo una brutal repercusión política, tornándose en un factor nodal de la democratización que experimentó el país en los años siguientes, en buena medida debido a la incapacidad que demostró el gobierno para responder a la tragedia, pero sobre todo a la habilidad de la sociedad para organizarse y contribuir de manera decisiva a la estabilización del país. El extinto Adolfo Aguilar Zínser no lo pudo describir mejor cuando, un año después del terremoto, publicó un libro intitulado Aún Tiembla. Si un terremoto pudo cambiar tantas cosas, me pregunto ¿qué tanto podría cambiar con semanas o meses de confinamiento, grave recesión y ausencia de liderazgo político?
Lo primero que fue notable para mí a lo largo de estas semanas fue la solidaridad que mostró la población, pero una solidaridad partida en dos: fiel reflejo de la polarización que ha caracterizado a la sociedad mexicana, nutrida y agudizada por el presidente, el país se ha partido en dos, pero cada una de esas dos mitades se ha acercado entre sí y hubo muy poca empatía hacia quienes perdieron sus ingresos además de sus empleos. A pesar de ello, fueron notables los esfuerzos tanto de empresarios como de empleados por encontrar formas de preservar las fuentes de trabajo, ambas partes cediendo en aras de evitar una catástrofe social. Lamentablemente, dada la composición del mercado laboral —una parte formal y la mayoría informal— esos esfuerzos ayudaron a cientos de familias pero no a millones de personas que súbitamente se quedaron, como dice el viejo chiste, colgados de la brocha. Más importante, la solidaridad integral es difícil en ausencia de un gobierno que explique y quiera unificar.
El momento llamaba para un gran liderazgo; de hecho, constituía la gran oportunidad de forjar un nuevo país, asentado en un gran llamado a la solidaridad, hasta para hacer avanzar la transformación que persigue el presidente. Sin embargo, la materia prima no dio para eso. El presidente entiende a la solidaridad como lealtad al gobierno: así lo ilustraron las declaraciones del vocero de la insalubridad, del SAT y, la joya, las “lecciones de la pandemia” del presidente. Para cuando llegó el coronavirus, el gobierno ya había desmantelado al sector salud y lo había privado de medicamentos e insumos críticos, como había mostrado la tragedia que experimentaron los niños con cáncer.
Luego de mucho titubeo, el gobierno finalmente adoptó una estrategia para lidiar con la crisis sanitaria. El obstáculo había sido la indisposición presidencial para arriesgar una recesión, lo que llevó a adoptar una estrategia de contagio que todos los expertos reprueban como inadecuada. En el camino, se pudo ver el retorno del gobierno supremo que no tiene por qué dar explicación alguna, vaya, ni información sobre el número de contagiados o muertos. Un enorme subregistro, todo para tratar de salvar cara. El gobierno no está para respetar a la ciudadanía o convencerla.
En franco contraste con la casta gobernante, el personal médico y de salud no cejó ni un instante en dar lo mejor de sí, incurriendo en enormes riesgos personales por la ausencia de equipos adecuados, pero cumpliendo con su vocación y deber más allá de lo esperable. Flagrante el contraste entre ellos y sus líderes políticos, cuyas motivaciones son siempre las de las bajas pasiones.
Por el lado de la sociedad hubo de todo: desde los acaparadores de papel de baño e implementos de limpieza hasta personas, organizaciones y empresas dedicándose a buscar soluciones en lugar de excusas. Tan pronto se supo que en el MIT habían diseñado un respirador efectivo y barato, se montaron líneas de producción para manufacturarlo. Otros cedieron sus hoteles para que los ocuparan los pacientes menos urgidos de tratamientos complejos, o los familiares de quienes sufrían por el virus mismo.
Desde lo sustantivo hasta lo trivial, las muestras de habilidad, disposición y dedicación fueron impactantes. Trabajando desde su casa, muchos lograron crear espacios para elevar su productividad, en tanto que otros lo tomaron como vacaciones. Algunos mostraron gran capacidad de adaptación y disciplina.
Lo peor de todo, lo que quedó evidenciado de mil maneras, fue la pésima calidad de nuestra infraestructura, en el más amplio sentido del término. Las prioridades de muchos gobiernos en las últimas décadas han estado en otro lado, como se puede apreciar en la educación, la brecha digital y, ya no se diga, el sistema de salud. Las crisis sacan lo mejor y lo peor y aquí el gobierno mexicano sale reprobado.
Por lo que toca al gobierno actual, resalta que su única prioridad es político-electoral. Los dramas familiares que la crisis sacó a la luz le son irrelevantes. No es sólo su renuencia para incurrir en un déficit fiscal, que surge de una preocupación legítima, sino su desdén incluso por quienes mayoritariamente votaron por AMLO. Las crisis evidencian a las sociedades, pero desnudan a sus gobiernos. Como en 1985, México comienza una nueva etapa.