Nuestro futuro
Luis Rubio / Reforma
“Quien piense que las cosas no se pueden poner peor no conoce la historia de Argentina,” dice el agudo observador David Konzevik. En 1913, Argentina ocupaba el décimo lugar del mundo en producto per cápita; hoy se encuentra en el lugar 57. La razón: décadas de malas políticas económicas ostensiblemente dirigidas a resolver problemas de corrupción, bienestar y pobreza. En lugar de avanzar, el país se ha retraído y los argentinos han ido de crisis en crisis por más de un siglo. Cuando escucho que “las cosas ya no podrían estar peor,” recuerdo la historia de Argentina: podrían estar mucho peor, muy rápido. Solo pregúntele a los venezolanos, el país con las mayores reservas de petróleo del mundo, que hoy viven en la miseria, la desesperanza y la peor crisis social y política de su historia.
La contienda en que estamos inmersos tiene tres dinámicas claramente diferenciables: primero, la disputa entre el futuro y el pasado; segundo, el desenvolvimiento de la administración del presidente Peña y la percepción de corrupción abrumadora que de ella emana; y, tercero, las personas de los candidatos, sus virtudes y defectos. Cada uno de estos elementos contribuye a las percepciones que la ciudadanía tiene de los candidatos mismos y de la forma de votar.
La disputa entre el futuro y el pasado yace en el corazón de esta contienda: se trata de dos proyectos y perspectivas de país los que presentan, por una parte, Anaya y Meade y, por la otra, AMLO. Los primeros, cada uno con sus características y capacidades, coinciden en la necesidad de construir el país del futuro por medio de su transformación integral, con la mira hacia el futuro y siguiendo a los países más exitosos.
AMLO, por su parte, plantea un retorno a los orígenes: el país funcionaba mejor antes cuando no se pretendía la modernidad, cuando el gobierno imponía su visión sobre la sociedad y el presidente era todopoderoso. Su planteamiento parte del principio que las cosas estaban bien y que las reformas que comenzaron en los ochenta le dieron al traste al desarrollo que el país ya estaba logrando. Su modelo es el México de entonces; el problema es que la sensación de certidumbre que da el pasado no resuelve la pobreza, la desigualdad ni la falta de crecimiento.
Independientemente de la viabilidad de cualquiera de los planteamientos, explícitos o implícitos, de los candidatos, se trata de dos maneras de ver y entender al mundo radicalmente distintas. Así, esta elección no es sobre políticas concretas sino sobre la dirección que debe seguir el país en el futuro: hacia adelante o hacia atrás.
La administración del presidente Peña es un factor central de la elección de este año, esencialmente por sus carencias, pero sobre todo por su distancia respecto a la realidad cotidiana de la población. Sus campañas publicitarias -en resumen, ya no molesten- y sus paseos por el país revelan una absoluta incapacidad para comprender el enojo de la ciudadanía con la corrupción, la desidia y el desinterés por la vida diaria del mexicano. El resultado es que un componente nodal de esta elección será el enojo con Peña frente al miedo a retornar al pasado que entraña AMLO. El enojo con Peña es real; por lo tanto, el futuro de Meade depende de ser percibido como independiente del presidente. El futuro de Anaya depende de que pueda convencer de su capacidad para ser presidente. Meade y Anaya han tratado de diferenciarse entre sí a la vez que buscan presentarse como personajes del futuro. Hasta hoy, ninguno ha crecido lo suficiente como para diferenciarse entre sí y tornarse en una opción real frente al electorado.
La naturaleza de los candidatos mismos es clave en la elección. En orden alfabético, Anaya ha sido un legislador exitoso y encabeza una coalición de fuerzas políticas y partidos que hace tiempo hubiera sido considerada inconcebible, pero su tesón y rudeza lo llevó a donde está. López Obrador lleva décadas en la política, fue un exitoso jefe del gobierno del DF y ha logrado mantenerse en el pandero porque ha demostrado integridad y honestidad como persona, a la vez que plantea las preguntas relevantes que México todavía tiene que resolver, como pobreza, desigualdad y crecimiento económico. Meade ha sido funcionario gubernamental por décadas, conoce mejor que nadie los vericuetos de la burocracia y tiene una visión clara y estructurada de los desafíos que enfrenta el país.
En los estudios norteamericanos sobre su presidencia, una rama de la ciencia política de vieja raigambre, el elemento clave con el que se evalúa a los presidentes es su “carácter,” un término que se traduce como entereza; cómo lidiaría ante problemas que no son previsibles o anticipables y que obligan a la persona a responder, momento en el cual es la entereza lo único que cuenta. Es en esas condiciones que emergen figuras como Lincoln y que los convierten en parangones de liderazgo e integridad.
Los mexicanos tenemos frente a nosotros una elección que conjuga visiones radicalmente distintas del mundo, personalidades con historias y habilidades contrastantes y una decisión fundamental que determinará hacia dónde iremos. ¿Resolveremos los problemas del país o repetiremos la historia de Argentina?