Nadie está a salvo
Lo que diferencia a un país civilizado de uno primitivo es la solidez de las instituciones que protegen al ciudadano del abuso del gobernante, lo que nos deja muy mal parados.
Luis Rubio / Reforma
“Yo soy Dios” me dijo el flamante procurador. “Esta institución confiere un enorme poder de perseguir o perdonar.” Esas son las palabras que recuerdo de una visita a la procuraduría hace un tiempo y no me parecieron sorprendentes: el poder del gobierno mexicano no tiene parangón en el mundo civilizado: cuando un funcionario acumula tanto poder -facultades tan vastas como para unilateralmente decidir quien vive y quien muere, quien queda libre y quien va a la cárcel- la civilización simplemente no existe; todos somos perdedores. En la era del viejo sistema, muchos creíamos que el país contaba con instituciones fuertes cuando, en realidad, se trataba de una estructura autoritaria que mantenía la disciplina a través de mecanismos de control y lealtad que, en retrospectiva, demuestran el enorme primitivismo que nos caracteriza.
El poder que evidenciaba el entonces nuevo procurador, no es algo excepcional. Desde el funcionario más encumbrado hasta el más modesto, todo el país funciona así: todos los operadores del sistema -secretarios, procuradores, inspectores, auditores- cuentan con vastas facultades para perdonar o perseguir, cada uno en su espacio y circunstancia. Un ciudadano que lleva a cabo una pequeña obra en su casa -un cuarto adicional, una remodelación- enfrenta ese exceso de facultades en el inspector municipal: facultades tan enormes que pueden hacer la diferencia entre “resolver” el asunto en unos minutos o pasarse el resto de su existencia en los vericuetos burocráticos que hacen de Kafka el famoso autor costumbrista.
Todos los mexicanos vivimos en esa entretela del potencial abuso. Cualquiera que haya leído los periódicos de los últimos meses sabe que nadie está a salvo: “¿Hay investigaciones abierta contra Marcelo Ebrard en la procuraduría capitalina?”, le preguntaron a Miguel Ángel Mancera: “Nosotros en la CDMX no tenemos una indagatoria abierta”, respondió. El fraseo resulta revelador: no la tenemos, al menos ahora, pero siempre puede iniciarse; más importante: yo decido. No importa que tan poderoso haya sido el funcionario, hoy está sujeto al capricho que produce el enorme poder burocrático de que gozan los funcionarios en turno. Hace unas semanas la víctima fue Manlio Fabio Beltrones: nadie está a salvo del poderoso del momento.
Todo depende de los vientos que soplan, no del apego o violación de la ley. Ejemplos son infinitos y proliferan en todos los ámbitos; en algunos casos, quizá la mayoría, esas facultades arbitrarias de que goza la autoridad en turno existen para propiciar el enriquecimiento del funcionario; en otras, las más visibles, son instrumento de quienes están en el poder para disciplinar, controlar o subordinar a sus enemigos.
El primer caso es el de los inspectores municipales, que pueden permitir o cerrar una obra, un antro, una calle o un restaurante. ¿Cuánto tiempo estuvieron abiertas arterias principales de la Condesa en la ciudad de México hace unos meses como medio para propiciar “donativos” a la campaña futura del delegado? ¿En qué se distingue esa táctica de los que cobran “derecho de piso”? Sólo en el uso posterior del dinero. En el mismo rubro entran los inspectores de la CFE que vienen a contar el número de focos, pero cuyo propósito no es otro que el de utilizar su credencial para cobrar una mordida, algo no distinto a lo que hacen los policías de tránsito de manera cotidiana. Todos tienen facultades tan vastas para “perseguir o perdonar” no son sino medios de extorsión.
Si los ejemplos anteriores explican parte del odio que guarda la ciudadanía respecto a la autoridad, los que siguen ilustran el uso personal y político de las instituciones del Estado: el empresario que es auditado por apoyar al candidato equivocado o a la causa políticamente incorrecta; el candidato al que súbitamente le encuentran cargos de “lavado de dinero,” interviniendo y congelando sus cuentas y las de su familia, sólo para declarar que “no hay denuncia alguna” tan pronto concluye el periodo electoral, o sea, una vez que el daño ha sido absoluto. El uso de las instituciones del Estado -en este caso la Comisión Nacional Bancaria, la Procuraduría, el Banco de México- para fines particulares del poderoso del momento.
Si hay una medida de la civilización o el primitivismo, seguro la persecución judicial se encuentra al principio de la lista porque se trata de la libertad, el derecho más esencial del ser humano. Ese poder, que se manifiesta de distintas maneras en cada nivel y tipo de autoridad, revela todo lo que nos falta avanzar y cuan lejos se encuentra la realidad de la retórica política cotidiana. La realidad evidencia un país primitivo; la retórica pretende una concreción inexistente, y todos los funcionarios y gobernantes, sin distingo de partido, funcionan de esa manera cuando se encuentran en el poder: el poder para fines personales y partidistas, no para el desarrollo del país.
El día en que desaparezcan esas facultades excesivas -arbitrarias- podremos comenzar a vivir el mundo de la civilización; mientras tanto, los que aspiran a remover a los que están salivan por ser los poderosos, sin percatarse que, tarde o temprano, estarán del otro lado. Nadie está a salvo.