Las voces inaudibles
Por Chrístel Rosales (@Chris_Ros) | El Sol de México
El 15 de mayo pasado, Alberto Patishtán, fundador de los Solidarios de la Voz del Amate y reconocido activista indígena, dio a conocer que al menos ocho de sus compañeros tzotziles presentaban síntomas de covid en el penal de San Cristóbal de las Casas, Chiapas. Hizo un llamado a las autoridades para brindarles la atención médica necesaria, al que se sumó posteriormente la huelga de hambre de sus compañeros. Su petición de auxilio fue desoída: no sólo no les dieron cuidados sanitarios; se les expuso además a un riesgo mayor, al confinarlos junto a otros internos sospechosos de estar enfermos.
He aquí un ejemplo palpable de la forma en que esta crisis de salud afecta especialmente a poblaciones en condición de vulnerabilidad. Su victimización es doble: son indígenas cuya única lengua es el tzotzil y que no obtuvieron garantía de debido proceso, pues carecieron de intérprete y de defensa adecuada.
La covid-19 ha puesto al mundo entero en alarma, pero en las prisiones resuena con más fuerza. Son contextos con alto riesgo de contagio, en los que es prácticamente imposible conservar el distanciamiento y las medidas de higiene.
En efecto, personas internas, trabajadores, visitantes, familiares y abogados están amenazados, pero carecemos de una fotografía precisa para dimensionar el riesgo. Para abril de 2020, México contaba con 207 mil 890 personas privadas de la libertad; cuatro de cada 10 se encuentran purgando una pena adelantada, es decir, son presos sin condena que están a la espera de que las investigaciones avancen y sus procesos concluyan.
A pesar de las demandas de transparencia presentadas en las conferencias vespertinas, el tema se ha convertido en una caja opaca. Deténganse, estimados lectores, en este hecho inconcebible: a la fecha no existe un mecanismo que permita conocer el número de casos sospechosos en centros penitenciarios —mucho menos el de confirmados—, las medidas que se han adoptado para prevención y atención, ni el número de personas que han perdido la vida.
La única información pública es la difundida por la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, que al 22 de junio presenta una radiografía limitada a 21 entidades federativas, con un total de 567 casos confirmados, 221 sospechosos y 90 decesos. Llaman la atención Puebla, con 192 casos confirmados y 15 decesos; Jalisco, con 101 confirmados y 5 decesos, y Baja California, con 4 confirmados y 33 decesos. A las claras, estos datos no alcanzan para conocer la dimensión del problema, diseñar medidas urgentes y dar certeza a internos y sus familias. Casos como el de los indígenas tzotziles pueden estar siendo invisibilizados.
La Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos ha instado a los gobiernos a proteger la salud de las personas privadas de la libertad. Apremia la búsqueda de alternativas para ponerles en libertad, con especial atención en las más vulnerables: personas de edad avanzada, con enfermedades que aumentan el riesgo de complicaciones ante el covid-19, con alguna discapacidad, mujeres embarazadas y/o menores de edad.
México cuenta con esas alternativas. Está en posibilidades de no cargar con la culpa de haber permitido una crisis humanitaria. La Ley de Ejecución Penal prevé formas de liberación que pueden activarse ante esta situación de emergencia. También se están dando las condiciones para activar la Ley de Amnistía, y lograr la libertad de personas injustamente encarceladas.
Estamos en una carrera contrarreloj para salvar vidas. Tanto el Ejecutivo federal como los ejecutivos de los estados deben impulsar políticas de excarcelación por razones humanitarias e impulsar leyes de amnistía locales, que beneficien a las más de 178 mil 739 personas presas por delitos del fuero común.