La violencia contra las mujeres es la pandemia sombra
Chrístel Rosales (@Chris_Ros) | Animal Político
Hace unos días, al grito de “¡Nos queremos vivas!”, caminamos las mujeres exigiendo un alto a la violencia. Durante la contingencia sanitaria la violencia contra nosotras no sólo no disminuyó, sino que se recrudeció. El 35% de las mujeres a nivel mundial experimentó alguna violencia física o sexual, y sus llamadas de auxilio se quintuplicaron[1]. En México cerramos el 2020 con 3,874 homicidios de mujeres, más de 8 mil mujeres y niñas desaparecidas y 700 mil llamadas de auxilio por violencia en el hogar. De continuar las tendencias, al cierre de 2021 superaremos estos niveles por sexto año consecutivo.
La violencia contra las mujeres se ha convertido en la otra pandemia, la pandemia sombra. Aun cuando se le ha reconocido como un problema público, complejo y del más amplio impacto, se mantiene en incremento. La respuesta del Estado se ha quedado corta.
Esta violencia, articulada con la falta de acceso a la justicia por parte de las mujeres, adquiere un cariz de relevancia si consideramos que afecta principalmente a los bienes jurídicos más preciados: la vida e integridad personal. La creencia de que la violencia es un asunto del entorno familiar preserva el peligro constante en el que viven las mujeres, y normaliza las relaciones de poder, históricamente desiguales, entre hombres y mujeres. Es decir, se legitima (incluso a través de la violencia) la posición dominante del hombre y se inhibe la denuncia, pues ellas están atenazadas por la culpa, el miedo o la vergüenza.
Una breve radiografía de la violencia contra las mujeres
La violencia se ejerce de distintas formas. De acuerdo con los últimos datos de la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (2016), al menos el 66% de las mujeres mexicanas mayores de 15 años ha sufrido algún incidente de violencia física, emocional, sexual o de discriminación a lo largo de su vida. Las más frecuentes son la violencia emocional (49%), seguida de la sexual (41%) y la física (34%). Estos son indicios claros de la normalización e invisibilidad de la violencia.
Un signo de esta prevalencia lo encontramos también en las interacciones digitales. En México, al menos una de cada cuatro mujeres refiere haber sido víctima de una situación de acoso cibernético, que es más frecuente en mujeres entre 12 y 19 años de edad. La situación experimentada con mayor frecuencia fueron insinuaciones o propuestas sexuales (35.9%)[2]
No debemos omitir otro fenómeno que aqueja a la población y, en determinados contextos, con mayor énfasis a las mujeres: la desaparición. A la fecha se tiene un registro de 95,268 personas desaparecidas, de las cuales al menos 23,567 son mujeres. La desaparición de mujeres ha alcanzado niveles extraordinarios. Entre las personas desaparecidas, en los últimos años se ha observado un incremento de la proporción de mujeres respecto de los hombres, al pasar del 28% en 2015 al 39% para 2020[3].
Las entidades federativas que alcanzan el mayor número de mujeres desaparecidas registradas en el RNPED, de 2015 a 2020, fueron el Estado de México, Jalisco y Puebla, mismas que pueden indicar la existencia de un patrón de violencia estructural. En este contexto es verdaderamente preocupante el caso de una sola entidad, el Estado de México, que concentra casi el 46% de las desapariciones de mujeres.
El caso extremo de la violencia de género lo constituye el feminicidio, que ha prendido alertas en todo el país y con la máxima preocupación en determinadas entidades. De 2015 a 2020, los reportes de feminicidios han aumentado más de 100%, mientras que el número de víctimas aumentó 129% en el mismo periodo. Tan sólo para octubre de 2021 se tiene registro de 842 víctimas de feminicidio, que representa un incremento del 8.2% comparado con el mismo periodo de 2020. Además, ya se registran 2,326 homicidios dolosos y 2,720 homicidios culposos de mujeres en lo que va del año. En efecto, este año se aspecta para ser el de mayor violencia letal para las mujeres.
Igualmente, todo parece indicar que en 2021 rebasaremos el nivel de otras formas de violencia contra las mujeres. Para octubre 2021 se tiene registro de 214,277 casos de violencia familiar, mientras que para esa misma fecha, el año pasado, se tenía registro de 184,464 casos, lo que representa un incremento de 16.2%. En los casos de violación, para octubre de 2020 se tenía registro de 13,867 casos, y en el mismo periodo de 2021 se alcanzan ya los 17,784, lo que implica un incremento de 28.2%.
Las llamadas de auxilio por violencia en el hogar, que son consideradas procedentes, también han rebasado los niveles registrados durante 2020, cuando alcanzaron una cifra de 221,323. Hoy llegaron ya a las 241,491, representando un incremento de 9.11%.
Queda claro, a la vista de este panorama desolador, que de no encontrar una respuesta adecuada año con año seguiremos rompiendo todo tipo de récord.
La tímida respuesta frente a la violencia
La contingencia sanitaria, ya sabemos, provocó el cierre de espacios de atención de la justicia, la suspensión de plazos y la concentración del sistema en los llamados casos urgentes. Pero ¿qué tanto se consideró la violencia de género como urgente o relevante? ¿Qué tanto se les priorizó y cuál fue el tipo de respuesta, si la hubo? ¿Las instituciones están favoreciendo la reducción de barreras, brechas y desigualdades?
Un primer paso ineludible es comprender que no nos encontramos ante un fenómeno criminal ‘único’ o o fácilmente identificable. Existen determinados delitos que afectan especialmente a las mujeres, tales son por ejemplo los relacionados con violencia letal (entre ellos feminicidios), la violencia sexual (desde acoso y hostigamiento, hasta abuso sexual o violación), la violencia doméstica (principalmente violencia familiar) y finalmente otros delitos graves, como la trata de personas, la tortura (incluida la de índole sexual) y la desaparición.
Así se traza un complejo mapa. Luego viene la capacidad institucional para incidir en él. Aunque es conocido el contexto de impunidad que prevalece en México, la situación es un poco más preocupante cuando analizamos los márgenes de efectividad del sistema de justicia penal. El índice de impunidad directa que calculamos desde México Evalúa[4] ubicó un promedio nacional de 94.8% de casos que no alcanzan una resolución efectiva. Esto indica que aun con el 93.3% de delitos que no se denuncian (cifra negra), los que sí se denuncian ante las autoridades se resuelven casi de manera excepcional.
De las investigaciones que se inician y que merecen una investigación y posible sentencia, la proporción de casos que llegan a una conclusión es sumamente reducida, como vemos en la siguiente tabla: sólo el 0.05% de casos de violencia de género, 0.19% de violencia familiar, 3% de violencia sexual, 12% de feminicidios y 15% casos de trata de personas[5].
Tipo de delito | Investigaciones iniciadas | Casos judicializados | Porcentaje casos judicializados | Casos con sentencia | Porcentaje de casos con sentencia |
Feminicidio | 955 | 678 | 71% | 117 | 12% |
Violencia sexual | 36,739 | 11,718 | 32% | 995 | 3% |
Violencia familiar | 179,579 | 28,449 | 16% | 339 | 0.19% |
Trata de personas | 392 | 179 | 46% | 57 | 15% |
Violencia de género diferente a la familiar | 2,019 | 80 | 4% | 1 | 0.05% |
Existe evidencia de que las autoridades no están preparadas para dar la atención necesaria y encauzar las investigaciones ante crímenes violentos cometidos contra mujeres. Gracias a nuestro estudio encontramos que el propio sistema de justicia carece de una política integral que defina los objetivos y estrategias por ámbito de competencia para hacer frente a la violencia contra las mujeres.
Observamos también que las propias instituciones favorecen estructuralmente las condiciones y prevalencia de la impunidad, contexto que denominamos impunidad institucionalizada y que no se debe necesariamente a una falta de dotación de recursos, sino a una interpretación y aplicación de la ley deficientes. Esto es, que la carencia de justicia –la falta de resolución efectiva de los casos y la fallida atención de las víctimas– se explica mejor por decisiones arbitrarias o subjetivas de las propias autoridades que por disposiciones legales o la limitada infraestructura física y de personal.
Consideramos que más allá de los cambios legales –como la homologación sobre el delito de feminicidio y la adopción de un protocolo de investigación–, las policías, fiscalías y tribunales, entre otras instancias, deben definir políticas, planes y modelos de persecución penal estratégica que establezcan la atención de los fenómenos de violencia contra las mujeres de manera prioritaria. Ello implica establecer los tipos de respuesta para las distintas violencias, tanto para su prevención como para su atención. Y aunque parezca una obviedad, es necesario asegurar que la priorización de dichos fenómenos se acompañe con la dotación de recursos, la especialización de las personas operadoras y la evaluación continua.
La respuesta de un Gobierno que se autodenomina feminista debe servir para materializar esta base. La única efectiva y duradera, creemos, para poner un alto a la violencia contra las mujeres.
*Chrístel Rosales es investigadora senior del Programa de Justicia de
México Evalúa. La autora agradece los insumos de Enrique Bouchot y Jorge
Carbajal para el desarrollo del texto.
[1] ONU Mujeres, 2021
[2] Encuesta Nacional sobre Disponibilidad y Uso de Tecnologías de la Información en los Hogares (Endutih), Inegi, 2020.
[3] Registro Nacional de Datos de Personas Extraviadas o Desaparecidas (RNPED), Segob. Consultado el 30 de noviembre de 2021.
[4] Hallazgos 2020, México Evalúa. Disponible: https://www.mexicoevalua.org/wp-content/uploads/2021/10/hallazgos2020-7octubreok.pdf
[5] Censos Nacionales de Procuración e Impartición de Justicia 2020, Inegi.