La vecindad
Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma
En 2014, cuando Rusia invadió y tomó control de la península de Crimea, la reacción del presidente Obama fue “pero eso que era típico del siglo XIX ya no pasa en el siglo XXI”. Todo indica que ese memorándum no llegó al Kremlin. La invasión de Ucrania, de la cual Crimea era parte entonces, muestra que la geopolítica sigue tan viva como siempre. Las naciones se mueven por intereses, no por ideología, memorándum que tampoco ha llegado a nuestro Palacio Nacional.
Detrás de la invasión de Ucrania hay dos elementos: uno es la estrategia de Occidente (Estados Unidos y Europa) a lo largo de las décadas posteriores al fin de la Guerra Fría; y la otra es la ambición de Rusia por restaurar sus fuentes de seguridad estratégica. Por muchos años, la política norteamericana se abocó a distanciar a la entonces Unión Soviética de China, con el objetivo de evitar que se acercaran las otras dos principales potencias mundiales. Sin embargo, a partir de los 90, esa estrategia se abandonó menos por claridad de rumbo que por la inercia generada por el triunfo de Occidente sobre la otrora potencia comunista.
Lo que Occidente no contempló fue el impacto que eso tendría sobre Rusia, nación que, bajo el liderazgo de Putin, se ha abocado a recrear su zona de influencia. En 2008 invadió parte de Georgia, en 2014 tomó Crimea, en 2020 forzó un resultado electoral en Bielorrusia, a lo cual siguió Nagorno Karabaj y, más recientemente, restauró la paz en Kazajstán, quedándose como potencia garante del orden interno. La estrategia es evidente y solo le quedaban dos flancos débiles: Ucrania y los bálticos. Putin ha empleado una variedad de medios, no todos violentos, para lograr su objetivo. La invasión de Ucrania –acción directa y sin intermediarios– bien podría cambiar el rumbo del mundo porque ahora ya nadie puede abstraerse de sus implicaciones.
Las reverberaciones de Ucrania se comienzan a sentir en los indicadores inmediatos, como son los precios de las materias primas, particularmente el petróleo y, eventualmente, en las tasas de crecimiento de los países más afectados, sobre todo en Europa. Pero el impacto más grande de esta intervención previsiblemente se notará en el retorno de las zonas de influencia en el mundo, fenómeno que ya venía cobrando forma en el mar del sur de China y en el entorno ruso. El que falta, y el que nos afecta a nosotros, es el hemisferio occidental.
López Obrador fue clave en el proceso de ratificación del TMEC, pero su visión es claramente opuesta. Paso a paso, ha ido distanciando a México de las prioridades estadounidenses y, como el niño que reta a su profesor, coquetea con las otras potencias como si se tratara de un juego.
El fin de la Guerra Fría fue interpretado de maneras muy distintas en Rusia y en Occidente. Aunque la historia pudo haber sido distinta (los periódicos, revistas y redes de estos días están saturados de lamentaciones en este sentido), el hecho tangible es que en lugar de converger, Occidente y Rusia avanzaron en direcciones opuestas. Más allá de recriminaciones, algunas válidas otras no, Occidente aprovechó el fin de la Guerra Fría para enfocarse a mejorar la vida de sus ciudadanos, suponiendo que Rusia no era más que, en las palabras de un famoso político, “una gasolinera con armas nucleares”. Pues ahora resulta que esa gasolinera está forzando a Occidente a salir de su letargo y eso tiene implicaciones fundamentales para México.
En los 80, justo cuando la Guerra Fría amainaba, México optó por acercarse a Estados Unidos para resolver sus problemas económicos. Contra la predicción de los catastrofistas, el acercamiento le confirió a México enormes libertades en materia de política exterior porque el TLC constituía un acuerdo de esencia, una visión compartida de futuro. El punto no era estar de acuerdo en todos y cada uno de los asuntos, sino comprometerse a resolverlos para que la cercanía le confiriera seguridad a los americanos y desarrollo a México.
En términos de desarrollo, el esquema funcionó menos bien de lo deseado porque México no llevó a cabo la transformación interna que eso hubiera requerido; sin embargo, en términos de la relación bilateral, quizá la frontera más compleja del mundo, los problemas se resolvían y ambos gobiernos hacían lo necesario para evitar conflictos innecesarios.
Dos cosas han cambiado. Una se llama Trump y la otra López Obrador. Trump violó la esencia del entendido de 1988 de dos maneras: una, atacando a México y culpándolo de los problemas de su país; y la otra, vincular asuntos (migración vs exportaciones) cuando existía un acuerdo explícito de nunca hacer eso.
López Obrador fue clave en el proceso de ratificación del TMEC, pero su visión es claramente opuesta. Paso a paso, ha ido distanciando a México de las prioridades estadounidenses y, como el niño que reta a su profesor, coquetea con las otras potencias como si se tratara de un juego.
En las últimas semanas, los estadounidenses abandonaron su evidente decisión de no responder a López Obrador y han comenzado a definir sus “líneas rojas” de manera clara y precisa, casi todas ellas para asegurar que la situación mexicana no se deteriore más. El actuar de Putin no puede más que acelerar este proceso porque EUA volverá a ver al mundo con una lógica geopolítica, donde México se encuentra en primera fila. El gobierno mexicano ya no tiene mucho espacio para donde hacerse, sobre todo si quiere proteger lo poco que queda de crecimiento económico, todo ello vinculado a las exportaciones a EUA.