La solución no es militarizar el país
Mónica Ayala (@monicaayalat), Jimena David (@jimena_dag) y Mariana Nolasco (@anairamzepol) / Animal Político
Actualmente, se discute en el Congreso una Ley de Seguridad Interior a partir de tres propuestas presentadas por el PRI, el PAN y el PRD. Todas tienen un objetivo en común: dotar de un marco regulatorio a las labores que realizan el Ejército y la Marina en la restauración del orden y la paz públicos, para dar certeza, tanto a los elementos de las Fuerzas Armadas como a la ciudadanía, sobre los alcances y procedimientos de sus actividades.
En principio esta legislación parece ser necesaria y deseable, ya que los soldados y marinos desempeñan hoy funciones de seguridad pública sin un marco normativo que los respalde y les de certidumbre. Sin embargo, las iniciativas presentadas podrían empeorar la ya frágil situación de inseguridad, violencia y atropello a los derechos humanos que vive México.
En este artículo, analizamos los riesgos de delegar a las Fuerzas Armadas la seguridad pública, como lo proponen las iniciativas de Ley de Seguridad Interior.
- Una estrategia de seguridad a ciegas
En diciembre de 2006, el gobierno de Felipe Calderón anunció una estrategia de mano dura contra el narcotráfico y el crimen organizado, la cual se plasmó formalmente en el Eje 1, Objetivo 8 del Plan Nacional de Desarrollo 2007-2012 a través de la meta de “recuperar la fortaleza del Estado y la seguridad en la convivencia social mediante el combate frontal y eficaz al narcotráfico y otras expresiones del crimen organizado”. El fraseo implica que el gobierno consideraba que el Estado se enfrentaba a una debilidad institucional y que la seguridad “en la convivencia social” peligraba, aunque los datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP) muestran lo contrario[1].
Como se puede apreciar en la Gráfica 1, el número de homicidios en México mantuvo una tendencia a la baja desde 1997 y hasta 2007, periodo en el que el homicidio doloso disminuyó en un 40 por ciento (de 16 mil 866 muertes anuales en 1997 a 10 mil 253 en 2007). En esos 10 años, la violencia letal en México parecía mejorar de manera constante y, sin embargo, fue en este momento cuando se tomó la decisión de enviar a las Fuerzas Armadas a las calles. Fue después de la implementación de esta estrategia cuando el número de homicidios dolosos aumentó 122 por ciento en sólo cuatro años (pasando de 10 mil 253 muertes anuales en 2007 a 22 mil 852 en 2011).
En enero de 2017, el Instituto Belisario Domínguez (IBD) del Senado de la República publicó un Reporte con «elementos para el debate» sobre la Ley de Seguridad Interior, el cual señala que, hasta el momento, no se ha puesto a disposición pública ningún diagnóstico oficial que justifique la decisión de embarcar al país en una guerra contra la delincuencia. Esto sugiere que por 10 años se ha construido una narrativa y una estrategia de seguridad sin datos que las sustenten. Y hoy, las iniciativas presentadas también fallan en ofrecer diagnósticos sólidos para justificar sus propuestas.
- La evidencia muestra que los operativos militares no sirven al propósito de pacificación
Si bien hemos recalcado la falta de diagnósticos que justifiquen las políticas de seguridad pública implementadas en los últimos 10 años, es importante recordar que la sociedad civil y la academia han realizado investigaciones para tratar de comprender el fenómeno de la violencia en México y el impacto de los operativos conjuntos en los estados.
En 2011, José Merino buscó determinar el impacto de la estrategia de mano dura a través de operativos conjuntos (entre Policía Federal y Fuerzas Armadas) en los estados sobre las tasas de homicidios. Usando datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP) y de la base de datos sobre homicidios Asociados al Crimen Organizado publicada por el Gobierno Federal, Merino encontró que existe una estrecha correlación entre dichos operativos y las alzas en las tasas de homicidio a nivel estatal y que esta relación es todavía más aguda a nivel municipal. Su conclusión: 7 mil 063 muertes pudieron haberse evitado si las intervenciones militares nunca hubieran sucedido[2].
En 2015, una analista de Google y un investigador de la Universidad de Harvard llegaron a resultados similares tras comparar regiones donde hubo operativos militares con regiones similares donde no llegaron los soldados. De las 18 regiones que analizaron, 16 sufrieron incrementos en sus tasas de homicidio con respecto a lo que hubiera pasado sin la intervención militar[3].
Otros investigadores de la Universidad de Stanford[4], Harvard[5], el Tecnológico de Monterrey y la Universidad de Texas[6], usando métodos distintos, llegaron a los mismos resultados: las intervenciones militares tienen una relación positiva y significativa en el aumento en la tasa de homicidios.
- ¿Políticas populares pero poco eficaces?
Si el diseño de la estrategia de seguridad no se realizó con base en evidencia y los resultados no han sido los deseados, entonces ¿cómo y por qué se sigue apostando por la permanencia de las fuerzas armadas en las calles?
“La dureza contra los delincuentes suele aumentar la popularidad de los políticos”, escribió César Gaviria, ex presidente de Colombia, el 6 de febrero de 2017 en un artículo que dirige al Presidente Rodrigo Duterte de Filipinas, pero que bien podría estar dirigido a México[7]. Con base en su experiencia al frente de un gobierno que combatió frontalmente el narcotráfico y el crimen organizado, Gaviria afirma que “Sólo pudimos observar resultados positivos cuando cambiamos de rumbo, y aceptamos que las drogas son un problema social y no uno militar”.
En el caso mexicano, si analizamos los datos de confianza de la ciudadanía en las autoridades de seguridad (Tabla 1), podemos observar que, tanto a nivel nacional como en los cinco estados con mayor presencia de militares a lo largo del periodo 2010 a 2015, el Ejército y la Marina son quienes tienen una mejor percepción (rondando 80 por ciento), seguidos por policía federal con 54 y 55 por ciento y la policía estatal con 42 por ciento. La desconfianza en las policías civiles es un factor que abona a que los ciudadanos prefieran, y a veces soliciten, la intervención de fuerzas militares para sentirse seguros.
Estos datos nos dicen que el discurso de mano dura y combate frontal al crimen organizado a través de fuerzas militares sigue contando con el apoyo de una proporción importante de la población. Para muchas personas, las autoridades civiles federales y estatales no son suficientemente confiables para protegerlos, por lo que favorecen la intervención militar. Esto significa que, como advierte Gaviria, la estrategia es políticamente rentable aunque no necesariamente sea eficaz.
No sólo los operativos conjuntos no han tenido el éxito esperado, como ya lo apuntamos, sino que la intervención de militares se asocia con un importante aumento en violaciones a Derechos Humanos. De acuerdo con el documento “Elementos para el debate” del IBD, la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) recibió 182 quejas en contra de la Secretaría de la Defensa Nacional (SEDENA) en 2006 y 1,230 en 2008 (un aumento del 235 por ciento en dos años).
Al respecto, resulta interesante que, a pesar del aumento en violaciones a derechos humanos relacionadas a operativos conjuntos de seguridad que han sido denunciadas, la confianza en el Ejército y la Marina no ha tenido variaciones importantes. De hecho, de acuerdo con la ENVIPE, entre 2010 y 2015 la confianza para cada uno de estos cuerpos militares aumentó en promedio un 3 por ciento nacional.
- Seguridad interior: ¿entre seguridad nacional y seguridad pública?
Vale la pena recordar que la Seguridad Nacional es responsabilidad de las Fuerzas Armadas y consiste en “mantener la integridad, estabilidad y permanencia del Estado Mexicano” (Ley de Seguridad Nacional, artículo 3). Por lo tanto, su objetivo primordial es la erradicación de cualquier agente (interno y/o externo) que atente contra la misma existencia del Estado y sus instituciones. En este sentido, los militares están entrenados para usar la fuerza letal cuando se enfrentan al enemigo y las armas son su principal herramienta.
En contraste, el objetivo de la Seguridad Pública es “salvaguardar la integridad y derechos de las personas, así como preservar las libertades, el orden y la paz públicos y comprende la prevención especial y general de los delitos, la sanción de las infracciones administrativas, así como la investigación y persecución de los delitos y la reinserción social del sentenciado” (Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública, artículo 2). Esta labor está a cargo de autoridades civiles a nivel federal, estatal y municipal, a través de los cuerpos policiales y de las autoridades encargadas de la procuración de la justicia. Su objetivo no es la «erradicación» del infractor, sino su captura para ponerlo a disposición de un proceso judicial que, con apego a los Derechos Humanos, determine su inocencia o culpabilidad. En este contexto, la capacitación de los policías se enfoca en la prevención del delito, el patrullaje y la persecución de infractores.
Ahora bien, las iniciativas actualmente discutidas en la Cámara de Diputados definen la seguridad interior de diferentes formas, mezclando elementos de seguridad nacional y de seguridad pública (Tabla 2). Preservar el orden constitucional, las instituciones del Estado y la permanencia del Estado Mexicano son propias de la seguridad nacional; la preservación de los derechos humanos, el Estado de Derecho y la integridad física y patrimonial de la población corresponden a funciones de la seguridad pública.
Adicionalmente, la iniciativa del PAN contempla como una causal para la intervención militar el “obstaculizar o impedir a las autoridades federales, locales o municipales, la administración o ejecución de programas de apoyo federal”, lo cual no sólo es muy diferente a las tareas de seguridad nacional o seguridad pública, sino que abre la puerta a acciones militares en contra de protestas sociales (algo que la iniciativa del PRD prohíbe expresamente). De modo similar, el PRI considera una amenaza a la seguridad interior “cualquier otro acto o hecho que ponga en peligro la estabilidad, seguridad o paz pública en el territorio nacional o áreas geográficas específicas del país”, generando una mayor confusión conceptual sobre lo que es la seguridad interior.
En términos generales, dotar a las Fuerzas Armadas de la facultad para velar por la “seguridad interior” es en realidad una mezcla de funciones de seguridad nacional y seguridad pública. Sin embargo, las Fuerzas Armadas no están preparadas ni entrenadas para realizar tareas de seguridad pública y ésta no mejorará simplemente por dotar a estas instituciones de facultades en la materia. Pese a que las tres iniciativas proponen capacitarlas, ninguna establece el tiempo que tardarían en incorporar estos elementos en su actuación. Peor aún, no plantean fortalecer a las autoridades civiles e instituciones de justicias. Sin lo anterior, las policías nunca podrán enfrentarse al crimen y los militares no podrán retirarse de las calles. El resultado sería una militarización indefinida del país.
Esto conlleva riesgos reales, como se puede ver claramente en los datos de letalidad publicados por el Centro de Investigación y Docencia Económica (CIDE). Entre 2008 y 2014, la letalidad (número de civiles muertos por cada civil herido en enfrentamientos con fuerzas federales) del Ejército y de la Marina fue de 10.4 y 16.8 respectivamente, muy superiores al índice de 6.6 reportado por la Policía Federal. De hecho, estas cifras son superiores incluso a las que se han observado históricamente en enfrentamientos entre militares y civiles en guerras, donde el número de heridos tiende a ser mayor al de muertos (4 heridos por cada muerto en la guerra de Vietnam o 3 heridos por cada muerto en la Guerra del Golfo).
- No se plantea una ruta crítica para ofrecer una verdadera solución al problema de seguridad
Como ya lo hemos dicho, la ausencia de un marco normativo adecuado que regule las labores de las Fuerzas Armadas en las calles genera incertidumbre y vulnerabilidad tanto para los militares como para los ciudadanos. Sin embargo, la solución a este problema necesita estudiarse en un contexto más amplio de construcción de instituciones y capacidades para que en el largo plazo contemos con un verdadero Estado de Derecho.
En México la planeación de largo plazo parece difícil de alcanzar, pues los tiempos electorales y la alternancia entre partidos suelen generar un “borrón y cuenta nueva” cada 3 o 6 años. Pero existen experiencias que ofrecen optimismo. La implementación de la Reforma de Justicia Penal ha traído consigo importantes mejoras en muchos estados, donde la confianza en las autoridades ha mejorado (Yucatán, Zacatecas, Guanajuato, por ejemplo), la denuncia ha subido (Baja California, Coahuila, Hidalgo, Oaxaca, Puebla y Zacatecas) y ha mejorado el trato a víctimas (Baja California Sur, Coahuila, Guerrero, Estado de México, Tamaulipas, entre otros)[8]. Esta es una muestra de que los cambios complejos y de largo plazo que requiere el país sí son posibles, pero requieren de compromiso, paciencia y mucho trabajo.
El actual debate en el Congreso sólo busca regular las tareas de los militares, pero deja fuera planteamientos esenciales para la construcción de paz a largo plazo: capacitación y fortalecimiento de policías municipales, estatales y federales, mayor vigilancia y mayores sanciones ante la violación de Derechos Humanos, perfeccionamiento de herramientas, capacidades y procesos para perseguir el lavado de dinero y la corrupción asociada con crimen organizado, apertura de un debate basado en evidencia sobre la política de drogas con una perspectiva de salud pública y reducción de daños, inversión en la generación de empleos dignos (mejores salarios y prestaciones), entre otros.
En los últimos 10 años, la atención a estos temas ha sido escaza y el avance muy lento. Las tres iniciativas discutidas coinciden en que la intervención de las Fuerzas Armadas debe ser limitada (PAN y PRI no fijan plazos específico, mientras el PRD menciona un plazo de un año, con posibilidad de extensión), pero ninguna plantea una ruta crítica para lograr el eventual y necesario regreso de los militares a los cuarteles.
* Mónica Ayala es Coordinadora del Proyecto Estrategias para la Reducción de Homicidio de México Evalúa (@mexevalua), Jimena David y Mariana Nolasco son investigadoras del Programa de Seguridad de esta institución. Las autoras agradecen los comentarios y sugerencias de Jonathan Furszyfer y la edición de Laurence Pantin.
[1] La violencia letal y por ende la capacidad del Estado de contenerla son solamente una de las varias maneras de dimensionar la fragilidad del Estado. Sin embargo, la incidencia de homicidio y la penetración del crimen organizado fueron los principales argumentos de la administración de Calderón para sustentar su estrategia de seguridad pública. Por lo tanto, a falta de un diagnóstico más extenso, es la métrica que utilizaremos en el contexto de este análisis.
[2] Merino, J. 2011. “Los operativos conjuntos y la tasa de homicidios: Una medición”, Nexos, 01 junio.
[3] Espinosa, V. y Rubin, D. 2015. “Did the Military Interventions in the Mexican Drug War Increase Violence?”, The American Statistician, 69 (1): 17-27.
[4] Calderón, G., Robles, G., Díaz-Cayeros, A. y Magaloni, B. 2015. “The Beheading of Criminal Organizations and the Dynamics of Violence in Mexico”, Journal of Conflict Resolution, 59(8): 1455-1485.
[5] Dell, M. 2014. “Trafficking Networks and the Mexican Drug War”, American Economic Review, 105(6): 1738-1779.
[6] Rodriguez-Oreggia, E. y Flores, M. 2012. “Structural Factors and the ‘War on Drugs’ Effects On the Upsurge in Homicides in Mexico”, CID Working Paper, No. 229, Harvard University.
[7] César Gaviria. 6 de febrero de 2017. “El presidente Duterte está repitiendo mis errores”. New York Times. Bogotá.
[8] México Evalúa. 2016. “Justicia a la Medida”. México.