La sociedad
Por Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma
Según Marx, “la sociedad no consiste en individuos, sino que expresa la suma de relaciones y condiciones en las que esos individuos se encuentran recíprocamente situados”. La sociedad mexicana difícilmente ha tenido la oportunidad de expresarse como sociedad porque la lógica del sistema político fue siempre la de controlarla. Eso comienza a cambiar: las encuestas muestran a una sociedad que igual se vuelca decididamente por un candidato en un momento dado, que cambia de opinión, reprobándolo, dos años después[1].
Más importante, comienzan a surgir toda clase de organizaciones e iniciativas que evidencian a una sociedad dispuesta a asumir el papel protagónico que el viejo sistema político siempre les negó.
La paradoja del momento político actual radica en que, justo en el momento en que el gobierno se aboca a reconcentrar el poder, la sociedad se organiza para limitar el daño que eso pueda representar y, quizá, para convertirse en el factor crucial que marque el rumbo futuro del país. Esa función vital que permite que un país crezca y se desarrolle, la que Tocqueville descubrió en la sociedad estadounidense del siglo XIX, comienza a nacer en México. La gran interrogante es cómo será la interacción entre un gobierno que repele (y descalifica) cualquier cosa que parezca independiente, con una sociedad que se apresta a encabezar un proceso transformador pero que, a la misma vez, no acaba de desprenderse de esa tradición de control no sólo social, sino sobre todo de sus valores, modos de pensar y, especialmente, de actuar.
En contraste con la libertad de expresión que siempre existió en muchas sociedades sudamericanas, en México el viejo sistema construyó toda una forma de conquistar las mentes que tuvo el efecto de crear verdades oficiales, un discurso de lo aceptable (e inaceptable), ideas reprobables y una noción muy peculiar del bien y del mal…
Un secretario de Gobernación de la era del viejo sistema una vez me resumió la filosofía oficial sobre la libertad de expresión: “En México se puede pensar cualquier cosa, se pueden decir algunas cosas y se puede escribir lo menos”. Si así era para las páginas de opinión, relativamente poco leídas, ¿qué podría uno esperar de la organización de la sociedad como trampolín hacia la acción? Los límites eran reales y crearon una reticencia, si no es que un miedo (bien ganado), a organizarse de manera independiente.
El desafío no es pequeño. Por más que nuestros presidentes recientes protesten agriamente por la crítica que se observa en parte de la prensa nacional, el fenómeno es sólo de las últimas décadas. En contraste con la libertad de expresión que siempre existió en muchas sociedades sudamericanas, incluso en medio de dictaduras y gobiernos autoritarios, en México el viejo sistema construyó toda una forma de conquistar las mentes que tuvo el efecto de crear verdades oficiales, un discurso de lo aceptable (e inaceptable), ideas reprobables y una noción muy peculiar del bien y del mal. Los diversos medios de comunicación eran instrumentos del poder y servían para hacer avanzar sus propósitos a cambio, desde luego, de beneficios constantes y sonantes: negociación con y para el poder. Aquellas prácticas, ya en nuestros días, distorsionaron tanto el ejercicio de la libertad y la organización de la sociedad, como a los propios medios de comunicación, que nunca están lejos de la extorsión.
El viejo sistema empezó a debilitarse en su legitimidad y capacidad de control desde finales de la década de 1960, pero ha tomado dos o tres generaciones para quitarse todo ese cochambre histórico, permitiendo que la sociedad mexicana despierte, ya sin las amarras ideológicas de antaño. Una vez que este proceso cobre forma, será imparable y, a la vez, diverso y disperso, pues así es la geografía y sociedad misma: sin reglas, con un Estado de derecho caprichoso y manipulable y con intereses profundamente encontrados.
Ejemplos sobran y son del más diverso orden: mujeres que, a fuer de buscar a sus desaparecidos, acabaron creando organizaciones dedicadas a la búsqueda de fosas anónimas; campesinos organizados para defender sus tierras de criminales que talan sus bosques y les roban su patrimonio; empresarios que se organizan y resuelven problemas que el gobierno ignora, como el brutal choque de demanda que experimentó el país este año; partidos políticos que comienzan a escuchar a la ciudadanía, en lugar de procurar imponerse, para recobrar su confianza; organizaciones analíticas que proponen soluciones a los problemas nacionales; entidades religiosas que defienden los derechos humanos; grupos dentro del partido gubernamental que se organizan para empujar sus agendas, al margen del presidente.
El punto es muy simple: los momentos de crisis, recesión, polarización y conflicto son caldo de cultivo natural para el surgimiento de iniciativas y organizaciones sociales. Cada una es distinta: algunas son de derecha, otras de izquierda, algunas proponen soluciones, otras demandan respuestas; algunas son profundamente reaccionarias —de cualquier color— e invitan a acciones ilegales. El conjunto ilustra a una sociedad que despierta y que está decidida a impedir que su futuro quede en manos de burócratas y políticos con agendas que nada tienen que ver con su interés, sea éste particular o colectivo.
Vienen tiempos complejos donde el interés por
ganar las elecciones a cualquier precio se va a contraponer con las necesidades
y demandas de una sociedad cada vez más dispuesta a sacar la cabeza. Triunfará
quien anteponga el futuro sobre su interés inmediato.
[1] Encuesta GEA-ISA, julio de 2020