La reforma eléctrica amenaza la rendición de cuentas
Por Ana Lilia Moreno (@analiliamoreno) | El Sol de México
El 17 de enero comenzó el parlamento abierto en la Cámara de Diputados con motivo de la Reforma Energética que el presidente promueve desde septiembre de 2021. Se abre así un espacio a la industria y a expertos académicos y de la sociedad civil para externar sus posturas sobre los cambios constitucionales propuestos, a través de 19 foros temáticos. Si bien todos los temas son interesantes, uno llamó mi atención: el que aborda el tema de rendición de cuentas. A partir de una lectura minuciosa al articulado de la iniciativa, desde México Evalúa observamos con preocupación que, de aprobarse la reforma, los actuales mecanismos de control, pesos y contrapesos en las Empresas Productivas del Estado –Pemex y CFE– se verían socavados. Explico.
La reforma plantea que la CFE, una empresa productiva cuyo único mandato es ser rentable con sustentabilidad, se convierta en un ente público con triple mandato: 1. estar a cargo de toda la cadena de valor de la industria eléctrica, garantizándole como mínimo un 54% del mercado de generación y 100% de participación en transmisión, distribución y suministro básico, y reforzando su calidad de monopsonio (el único comprador mayorista) de electricidad, lo que incluiría el control del despacho eléctrico y la proveeduría del sector; 2. actuar como órgano regulador, al asumir las facultades de la Comisión Reguladora de Energía (CRE), y 3. asumir la responsabilidad exclusiva de diseñar e implementar políticas públicas en materia de transición energética y en materia de política industrial.
Bajo este pretendido nuevo diseño, la CFE se alzaría como un organismo dotado de autonomía constitucional –como el Banco de México–, pero con la posibilidad de tener un estatus legal superior al de las secretarías de Estado. El mandato triple le daría, entonces, un carácter diferenciado de la Administración Pública Federal y muy superior. Además, el abandono de la figura empresarial también implicaría deslindarla de la obligación de ser rentable y sustentable. En suma, de aprobarse la reforma, tendríamos a una CFE que se mandaría sola, a la que se eximiría de ser clasificada como monopólica aunque se comportara como tal, que estaría libre de contrapesos y que no requeriría contar con mecanismos claros de transparencia.
Este nuevo diseño se caracteriza también por la falta de claridad sobre los términos y condiciones bajo los cuales operaría el sector privado que suministraría a la CFE la energía faltante. La iniciativa es clara en cuanto a reservar a la generación privada un máximo del 46% del mercado, la cual, además, podría participar condicionada a la aceptación unilateral de la CFE y bajo un régimen de exclusión del artículo 134 constitucional –la norma que obliga a privilegiar la licitación como mecanismo de asignación. Es decir, la iniciativa elimina la competencia económica como principio toral y abre un amplio espectro de discrecionalidad, que podría provocar un patrón de arbitrariedad y corrupción nunca antes visto.
Si la información ‘oficial’ que se hace pública fuera perfecta y el ejercicio del poder transparente, no habría necesidad de exigir cuentas a nadie. Pero en el mundo real tal demanda es legítima y apremiante, más si habitamos un sistema republicano y democrático. Ante la tendencia natural a la opacidad por parte del poder, hay que alzar la voz sobre la necesidad de crear diseños institucionales y mecanismos que incentiven la rendición de cuentas, castiguen la opacidad y obliguen mínimamente a los entes públicos a explicar sus decisiones de manera pública y transparente. La CFE no puede ser la excepción.