La integración energética de América del Norte es posible y deseable
Por Ana Lilia Moreno (@analiliamoreno) | Animal Político
Entre los temas de la agenda que el presidente López Obrador llevó a su encuentro con el presidente Joe Biden el pasado 12 de julio, el de la energía era quizá el que más expectativas levantó en la opinión pública. En su discurso, AMLO ofreció cinco puntos –tres de los cuales se relacionaban con el sector energético–, que no se incluyeron en el protocolario comunicado final conjunto.
Sin embargo, al día siguiente, el miércoles, sucedió probablemente lo más importante de la visita oficial, cuando empresarios de los dos países se reunieron con el presidente mexicano en Washington durante el CEO Dialogue México–Estados Unidos. Allí el mandatario anunció inversiones comprometidas por 40 mil millones de dólares hacia 2024 en nuestro país, y exhortó a los empresarios a acelerar la integración de América del Norte.
Lo anterior me lleva a rememorar sobre un proyecto de integración regional energética, que nació en los años 90 con la firma del Tratado de Libre Comercio (NAFTA) y que no ha completado. Si bien México mantuvo como reserva para el Estado la estructura vertical de la industria eléctrica, esto es, toda la cadena de valor –la generación, conducción, transformación, distribución y venta de electricidad–, bajo la consideración de que son actividades estratégicas que debían quedar bajo la conducción de la CFE y bajo el régimen legal de servicio público, en diciembre de 1992 se llevó a cabo una reforma legal que abrió modalidades excepcionales, las cuales permitieron a los privados invertir en generación de electricidad a través de: 1. el autoabastecimiento, con el que una empresa podía adquirir, establecer u operar una planta de generación eléctrica para satisfacer sus necesidades de suministro con la condición de que sus excedentes fueran vendidos a la CFE; 2. la cogeneración, para que una empresa pueda adquirir, establecer u operar una planta que generara electricidad para uso propio o de terceros, y 3. la producción independiente de energía eléctrica, para venta exclusiva a la CFE bajo los términos y condiciones acordados por la propia CFE.
Posteriormente, en 2013, con la reforma constitucional en materia energética, cambió la naturaleza de Pemex y CFE: se convirtieron en Empresas Productivas del Estado (EPE), y se abrieron a la competencia las actividades de generación y comercialización de electricidad. En ese contexto, se promovió para ese mismo año el Diálogo Económico de Alto Nivel México–Estados Unidos (DEAN), en el que los dos países acordaron reuniones[1] para actualizar metas y acuerdos en materia de competitividad, conectividad, emprendimiento, innovación y la promoción de asociaciones para el desarrollo y la integración del mercado de electricidad en Centroamérica, a través de proyectos de energías renovables, interconexión eléctrica y proyectos de tratamiento de agua. Este plan priorizaba la cooperación regulatoria en materia energética. Después, en 2016 los tres países del TLCAN firmaron el Memorándum de Entendimiento sobre Cooperación en Materia de Cambio Climático y Energía, que buscaba armonizar las políticas nacionales y promover estrategias verdes, dando un lugar muy importante a los temas de eficiencia de las redes eléctricas, la promoción de tecnologías más limpias y la voluntad de crear normas comunes para controlar las emisiones de carbono. Como ven, la idea de una integración energética regional no ha estado urdida en el aire.
¿Soberanía energética? Sí, pero de la región
Ya en el sexenio que corre, y con base en la renegociación del TLCAN y el nuevo Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC), se buscó relanzar el DEAN, y en 2021, como producto del diálogo entre los presidentes López Obrador y Biden, se acordó reconocer la importancia de la integración económica y, en materia energética, promover las energías limpias.
También en 2021 el Laboratorio Nacional de Energía Renovable (NREL, por sus siglas en inglés) realizó un estudio detallado en todo el continente con análisis de escenarios que consideran optimizaciones en el uso de las redes de transmisión y las plantas de generación eléctrica en la región. Asimismo, determina prospectivas de la demanda de electricidad en los tres países y provee datos sobre impactos potenciales en costos, emisiones de gases de efecto invernadero, necesidades de adecuación técnica del sistema y las tecnologías específicas que ayudarían a habilitar de mejor manera los procesos de transición energética. En el estudio se destacan cinco conclusiones interesantes:
- De lograrse la integración energética, se abrirían múltiples caminos para lograr una reducción del 80% de las emisiones de carbono en el sector eléctrico de la región para 2050.
- Un sistema energético regional bajo en emisiones de carbono podría equilibrar la oferta y la demanda para el año 2050, a través de inversiones en energías renovables que permitan abastecer hasta un 80% de la electricidad de los Estados Unidos. En Canadá, las tecnologías hidroeléctricas, de gas y eólicas podrían contribuir a la adecuación de los recursos en el sistema futuro.
- Asimismo, el NREL subraya que con esta inversión, los costos de producción eléctrica se verían reducidos significativamente, ahorrándole mil 100 millones de dólares al sistema eléctrico en nuestro país, además de generar 17 mil millones de dólares en nuevas oportunidades de inversión y crear más de 72 mil empleos, al tiempo que se reducen las emisiones de gases de efecto invernadero y otros contaminantes.
- El aumento del comercio de electricidad entre los tres países podría proporcionar un valor neto de entre 10,000 y 30,000 millones de dólares al sistema. Para ello sería necesario invertir en líneas de transmisión que permitieran el transporte eficiente de la energía.
- Una integración eléctrica en Norteamérica dotaría de mayor flexibilidad operativa a los países y a sus regiones, lo cual fortalecería a todo el sistema a partir de la integración y expansión de las redes de transmisión y la capacidad de almacenamiento de electricidad, incluyendo a la generación hidroeléctrica, eólica, solar y térmica.
En otra investigación más reciente (2022), el NREL señaló que el potencial técnico de nuestro país en lo que se refiere a la instalación de energías renovables incluye 24 mil 918 GW solar fotovoltaico, 3 mil 669 GW eólico, 2.5 GW de geotermia convencional y 1.2 GW de capacidad adicional a través de las instalaciones hidroeléctricas existentes. En palabras más sencillas, NREL ha calculado que México tiene la capacidad suficiente para satisfacer más de cien veces las necesidades eléctricas totales del país, siempre y cuando acuda a los mecanismos de coinversión con el sector privadoadecuados para ‘bajar’ esas inversiones a la realidad, y aprovechando el andamiaje legal y regulatorio que se preservó al no aprobarse la reforma constitucional que el presidente López Obrador propuso al Congreso en septiembre de 2021, a cual, recordemos, buscaba garantizar para la CFE el monopolio y el monopsonio de la energía eléctrica, desaparecer los autoabastos y cancelar todos los contratos vigentes y futuros con el sector privado.
Así, el gobierno de López Obrador ha llegado a una encrucijada: podría elegir permanecer atrapado en su visión nacionalista, estatista y contaminante de la energía, o aceptar la enorme oportunidad de abrirse a un modelo más abierto, en definitiva alianza con sus socios comerciales. Como menciona Lourdes Melgar en un brillante artículo, América del Norte podría convertirse en una potencia energética mundial, en la que, paradójicamente para el presidente mexicano, sí se podría alcanzar un nivel ambicioso de autosuficiencia y seguridad energética, pero para Norteamérica, dado el potencial para exportar crudo y gas natural, para generar electricidad con tecnologías limpias y para explotar minerales críticos para la transición hacia una economía baja en carbono.
Satisfacer una demanda de energía que crece exponencialmente en la región plantea retos mayúsculos. La implementación de la electromovilidad del parque vehicular, la descarbonización de las cadenas de suministro y de los patrones de consumo, la digitalización de toda la economía y la necesidad de procesar agua para todo el territorio son atisbos del tamaño del desafío. Si queremos superarlo será necesario hacer el mejor uso de las herramientas institucionales disponibles, entre las que está el andamiaje institucional y jurídico del TMEC.
Empero, para que lo anterior suceda se requiere de una voluntad firme y transparente por parte de las tres naciones, para llevar a cabo una cooperación honesta y una alineación clara en visión y objetivos. Esto implica forzosamente que el gobierno federal mexicano renuncie a su visión actual de la política energética, y ejecute los cambios necesarios para adoptar esquemas funcionales en la rectoría del sector, en la regulación y en la gobernanza de sus empresas estatales, con el propósito de brindar certidumbre a sus contrapartes y a la inversión privada, a través del impulso de la competencia económica y la adopción de la transparencia como valor primordial.
En otras palabras, el gobierno mexicano debe adoptar las mejores prácticas de gobernanza, implementar procesos impecables de rendición de cuentas, relevar definitivamente a los liderazgos actuales de la administración pública en el sector energético y combatir con firmeza a la corrupción. Ojalá los sucesos de esta semana en la relación bilateral marquen un cambio de señales en el cruce de vías, a favor de la política energética de México y de nuestras principales relaciones comerciales. ¿Se atreverá el presidente?
[1] El DEAN está copresidido, por parte de México, por la Secretaría de Relaciones Exteriores, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, y la Secretaría de Economía e incluye la participación la Secretaría de Agricultura y Desarrollo Rural, la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, la Secretaría de Energía, Secretaría del Trabajo y Previsión Social (STPS) y la Secretaría de Turismo (SECTUR), junto con el Servicio de Administración Tributaria (SAT), entre otros. Por parte de EUA, el DEAN es copresidido por los Departamentos de Estado, y de Comercio, y la Oficina del Representante Comercial, e incluye la participación de otros organismos, como los Departamentos del Tesoro, de Agricultura, de Energía, de Seguridad Nacional, del Trabajo, y de Transporte y las Agencias para el Desarrollo Internacional y para el Comercio y el Desarrollo de EUA.