La amnistía nace a mitad de un mundo hostil
Edna Jaime (@EdnaJaime)| El Financiero
Estoy completamente a favor de que se dé libertad a personas que cometieron delitos menores o a los que están en prisión a causa de su condición social, más que por una actividad criminal. Encarcelarlos ha sido una mala decisión del Estado, desde cualquier punto de vista. Le cuesta al erario tenerlos internados en nuestros penales; les cuesta a sus familias, pues quedan incapacitados para generar ingresos de manutención, y de paso adquieren un estigma del que difícilmente se podrán deshacer. Y ni hablemos de contaminación criminógena, que lleva a primodelincuentes o infractores menores a escalar en su carrera criminal, al vincularse con delincuentes de más alta estirpe.
Por estas razones, me gusta la idea de una amnistía. Que quienes nunca debieron estar en prisión, tengan la posibilidad de salir de ahí. Seguramente la idea no será popular, porque nos hemos comprado el argumento de que más prisión equivale a más seguridad. Recuerdo con nitidez los argumentos del exjefe de gobierno de la Ciudad de México, quien señalaba a las preliberaciones de internos como la causa del aumento del delito en nuestras calles. Pero debemos reconocer que en el país se aplica la medida punitiva más extrema a infracciones o delitos que no lo ameritan. Entre otras cosas, por una razón: no hemos desarrollado un esquema de sanciones distinto a la cárcel. Sancionamos casi todo con la privación de la libertad. Sin reparar en sus costos.
La cárcel tiene básicamente una función incapacitante: su objetivo es tener bajo custodia a individuos que dañan a la sociedad severamente. Los demás sambenitos que se le quieran colgar son cuestionables. No sé si el Estado pueda y deba proponerse objetivos como la corrección y la readaptación –acaso sí la reinserción–. En todo caso, en el contexto nacional son quimeras.
Por todas estas razones, considero que la Ley de Amnistía tiene valor. Reconoce que nuestro sistema de justicia es injusto, sobre todo con los más pobres.
El problema, me temo, es que dicha ley atiende los síntomas; lo que el sistema produce, por decirlo de alguna manera, no las causas. En este sentido puede ser un paliativo, pero no una solución.
Nuestro sistema de justicia tiene tan pobres capacidades que lleva a la cárcel, precisamente, a los más vulnerables. Fabrica culpables o abusa de quienes no tienen medios para defenderse. Se ensaña con ellos. Y tristemente usa sus recursos, que no sobran, en la persecución y sanción de delitos menores. La Ley de Amnistía es un mea culpa del Estado mexicano de cara a sus víctimas. Y es muy bueno que reconozca sus abusos. El problema es que no se crean las garantías para dejar de reproducir las injusticias.
La Ley de Amnistía debería estar acompañada de un compromiso decidido por impulsar el nuevo modelo de justicia. Si tuviera que definir en una frase lo que éste implica, diría que es elevar los estándares de prueba para declarar a alguien culpable de una infracción, sea ésta mayor o menor. Quizá bajo los estándares del nuevo sistema, muchos de los hoy sentenciados hubieran recibido la absolución. Sin embargo, junto con la Ley de Amnistía tenemos la ampliación de delitos que ameritan prisión automática (la preventiva oficiosa) y se discute cómo ampliar el catálogo aún más. Junto a la Ley de Amnistía también parece que se formula una reforma al Código Nacional de Procedimientos Penales para regresarles poder a los ministerios públicos, ante la incapacidad de desempeñarse adecuadamente frente a los estándares del nuevo sistema acusatorio. Podríamos estar frente a una contrarreforma hecha y derecha. Y el Gobierno federal podría estar escenificando a un acto de completa hipocresía.
Para poder aplaudir la Ley de Amnistía –que tiene méritos, sin duda– habría que vislumbrar también un liderazgo claro a favor de la transformación de la justicia en este país, capaz de darle el lugar que le corresponde para saldar deudas con víctimas del pasado y del presente, y de convertirla en el cauce a través del cual se procese la conflictividad de este país. Por las acciones que emprende, veo que el presidente está influido por personas que ostentan ideas contrastantes: las de mano dura, que no repara en los derechos, y las que ven en las reformas de la justicia una vía para garantizar acceso a la misma. El presidente tendrá que decir por cuál de los caminos opta. Porque como dice el dicho, no se pude estar bien con Dios y con el Diablo, y el presidente todavía no decide con quién estar. Con la Ley de Amnistía muestra su sensibilidad frente a la injusticia. Ojalá que ésta prevalezca y se convierta en un impulso que lleve a consolidar el nuevo modelo de justicia penal.
Estoy convencida de que muchos de los que están en prisión no deberían estarlo.
Espero que con la Ley de Amnistía recuperen su libertad. Pero también deseo que el ciclo de injusticias termine para siempre. Junto con la Ley de Amnistía requerimos un compromiso con la reforma profunda de la justicia penal.