Golpe
Mientras que la discusión pública es sobre la legalidad de las reformas propuestas por el presidente, el verdadero objetivo es el control total del país, comenzando por la Suprema Corte y del INE.
Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma
Nadie puede dudar que la justicia en México es prácticamente inexistente. El mexicano “de a pie” vive en un mar de abusos permanentes sin contar con recursos para proteger sus intereses. La mayor parte de esos asuntos —contratos, servicios, productos defectuosos— que involucran al ciudadano común y corriente son lo que los abogados llaman del fuero común, a diferencia del fuero federal, que es el que involucra los asuntos vinculados con la federación y que, en el pináculo de la estructura, se refieren a la Suprema Corte de Justicia. Los primeros asuntos involucran al 99% de los mexicanos; los segundos al restante 1%. Uno pensaría —sería de sentido común— que cualquier reforma al sistema de justicia se enfocaría hacia los problemas que enfrenta ese 99%.
Sin embargo, la iniciativa que se discute, y se teme tanto, no tiene por objetivo mejorar la justicia ni crear mecanismos para dirimir conflictos o diferendos que afectan a la ciudadanía, sino establecer un férreo control sobre los ministros de la Suprema Corte de Justicia. Es decir, se trata de un objetivo estrictamente político que se deriva más de un ánimo de venganza que de un espíritu constructivo orientado a resolver problemas reales y tangibles que afligen a la población.
No es un asunto de leyes sino de poder
El desafío que el proyecto del presidente saliente representa para el poder judicial es tan sólo un componente del entramado que entraña el conjunto de iniciativas de reforma constitucional que, como veneno, le está intentando dejar al de la Dra. Sheinbaum. Las repercusiones de una modificación a la estructura de la Suprema Corte son múltiples y con consecuencias en muchos más ámbitos de lo que probablemente imagina su promotor, pero en términos de poder político son similares a las que implicarían la eliminación de plurinominales, la incorporación del INE y TRIFE al gobierno federal y el desmantelamiento de los pocos organismos regulatorios independientes que quedan, incluido el de Transparencia y acceso a la información.
El punto nodal es que las modificaciones planteadas no son un asunto de leyes sino de poder. Mucha de la discusión que ha tenido lugar en los medios, las publicaciones periódicas y los debates académicos han girado en torno a las facultades con que cuentan las diversas instancias y poderes del Estado, es decir, los atributos constitucionales con que cuenta cada uno de los tres poderes públicos. Sin embargo, este enfoque parece errado porque el gobierno saliente ha hecho gala de su indisposición a limitarse por la letra o espíritu de la ley, constitucional o meramente reglamentaria. Para el presidente López Obrador lo relevante no es la ley sino el poder con que cuenta la presidencia y su mantra ha sido la de incrementarlo de manera sistemática, primero de facto y ahora en la constitución.
Es indudable que los límites y contrapesos que se fueron conformando a partir de 1994 (paradójicamente, comenzando con la propia Corte) resultaron ser menos fuertes de lo que sus autores pretendían, quizá en buena parte porque nunca se socializaron y, por lo tanto, no adquirieron la credibilidad que es, a final de cuentas, el factor que determina la fortaleza de una institución. No es casualidad que las dos instituciones más disputadas —por atacantes y defensores por igual— sean las más conocidas: la SCJ y el INE. Su credibilidad las acredita y, en consecuencia, su eliminación tendría enormes costos para el gobierno y para el país en general.
El sueño de opio de regresar al viejo presidencialismo de los 70
El momento actual acabará siendo crucial, cualquiera que sea el desenlace. La noción de que es posible recrear la vieja presidencia sin costo es risible. El tamaño y dispersión de la población no guarda semejanza alguna con la era con la que el presidente parece guardar idilio (los 70); la estructura de la economía en el mundo globalizado nada tiene que ver con la del desarrollo estabilizador ni puede retornar a esa era; y Morena, además de no ser un partido político en forma, no tiene los tentáculos con que contaba el PRI de antaño ni el control de estructuras sociales como lo fueron el congreso del trabajo, la CNC o la CNOP. Los sueños de opio pueden acabar siendo extraordinariamente costosos.
La batalla grande que se juega en este momento (el llamado “Plan C”) tiene por objetivo la recreación del régimen autoritario de antaño; pero la batalla “chica” es la crucial en esta coyuntura porque es la que determinará la posibilidad de que se consolide el proyecto de control total. Esta batalla “chica” tiene que ver con la sobrerrepresentación a que aspira Morena en las dos cámaras legislativas, para lo cual la calificación de la elección es el factor nodal. El presidente, un político calculador, pretende controlar el proceso que lleve a la sobrerrepresentación y, de ahí, a la mayoría calificada a través de los magistrados del tribunal electoral, cuyo número actual, por acciones del propio presidente, es insuficiente para calificar la elección del pasado dos de junio. No es una conspiración, pero la actitud golpista es más que evidente.
El punto de fondo es el que es crucial: ¿cómo le afectan a la futura presidenta estos enjuagues constitucionales y políticos? Uno pensaría que luego de un triunfo abrumador, lo conducente sería una transición lo más tersa posible, no las condiciones para un potencial Waterloo.