Gobernar ¿para qué?
Luis Rubio / Reforma
“Los próximos cinco años serán clave en las decisiones que tomemos para mover a México hacia una economía del conocimiento,” afirman José Antonio Fernández y Salvador Alva en su reciente libro Un México Posible. La afirmación parecería de Perogrullo, pero choca con el entorno imperante: unos se congratulan de las reformas y avances que se han logrado, en tanto que los otros critican los efectos no deseados (ni deseables) de los cambios promovidos, entre lo que incluyen los que son resultado del cambio tecnológico que arrastra al mundo. Tan concentrados en el pasado, pocos reparan en los retos que el país enfrenta hacia adelante y sus implicaciones, algunas de ellas ominosas.
El argumento central del libro es que, para ser exitoso, el país tiene que transformar su sistema educativo a fin de incorporarse en pleno a la economía del conocimiento, que es donde se encuentra, cada vez más, la creación de valor y, por lo tanto, de riqueza y empleos. Sin ese enfoque, el país quedará atrapado en el pasado y en la pobreza. Por eso, dicen los autores, es absurdo vanagloriarse fuera de contexto: es posible que hayamos realizado muchas reformas, incluso algunas trascendentes pero, en la medida en que otras naciones hayan ido más lejos y más rápido, en lugar de avanzar, nos retrasamos.
El mundo cambia, y lo hace de manera acelerada, y nosotros seguimos discutiendo si la modestísima reforma educativa de este sexenio debe ser avanzada o desmantelada. Muchas naciones, sobre todo desarrolladas, se están enquistando y orientando por el espejo retrovisor, pero las naciones que realmente nos deberían importar –como el sudeste asiático, India y China- van corriendo para intentar ocupar los espacios que abandonan los países ricos.
En Corea y Tailandia el debate educativo es sobre cómo ir más rápido que sus competidores para poder agregar un mayor valor, no cómo proteger el statu quo. Los niños de hace cincuenta años competían por los empleos y las oportunidades con sus pares de escuela; hoy, un niño que cursa primaria competirá con egresados de escuelas en Mumbai, Lagos o Helsinki. El espacio de competencia es el mundo y la clave es el consumidor, no el productor, lo que evidencia lo absurda -y a-histórica- de la noción de retornar a un pasado aparentemente certero.
Más allá de la persona que gane las elecciones, los desafíos que enfrenta el país no dejan de estar ahí; un presidente puede desear que el país se acomode a su estrecha visión, pero eso no cambia la realidad. Por eso, en esta era, no existen soluciones únicas ni garantías permanentes.
El debate electoral ha enfatizado el hecho evidente que los beneficios de las reformas de las últimas décadas -tardías en casi todos los casos- no se han distribuido de manera equitativa. La gran pregunta es qué hacer al respecto. Una posibilidad, la que promueve AMLO, consistiría en refugiarnos en un pasado incierto e idílico (que, por cierto, desapareció porque no funcionaba). De triunfar AMLO ¿ganarían los radicales que representa Taibo o el pragmatismo que AMLO mostró en el DF? En todo caso, ambas perspectivas son inadecuadas e insuficientes para el reto actual.
Cuando la tecnología cambia a la velocidad de la luz y la población está tan informada como el más consolidado de los gobernantes, las soluciones tienen que ser descentralizadas, es decir, deben conferirle el mayor peso de las decisiones a ciudadanos íntegramente formados con las habilidades necesarias para adaptarse de manera constante y sistemática. La apuesta debe ser por un sistema educativo radicalmente distinto al existente y a un sistema político abierto porque ningún gobernante, ni el presidente más sabio y consumado, tiene la capacidad, o la posibilidad, de entender esa enorme y cambiante complejidad. En lugar de centralizar, es imperativo apostar por habilidades para un mundo cambiante donde la única constante es la intensa y creciente competencia. La pretensión de refugiarnos en el pasado es patética.
Un México Posible ofrece una salida infinitamente más racional y efectiva: sólo una descentralización, pero real, de las decisiones podría cambiar la dirección del país y esto implica, en la práctica, “empoderar” a la población con las capacidades necesarias para poder competir en el mundo del siglo XXI. Es decir, reconocer que no hay varita mágica que permita enfrentar los problemas de desigualdad y pobreza, que son reales y lacerantes; más bien el énfasis debe colocarse en una estrategia de capital humano que otorgue a las personas en lo individual la capacidad de decidir sobre su propio futuro.
Centralizar el poder y el control suena atractivo, pero sólo si estuviésemos en Moscú en 1923. La realidad de hoy, que nadie puede evitar por más que quiera, es que sólo las personas en lo individual pueden enfrentar sus problemas. Obviamente, el gobierno debe crear condiciones para que eso suceda. México claramente ha fallado en proveerle a cada ciudadano la oportunidad para ser exitoso. Centralizar el control no hace sino posponer la solución y, de hecho, la hace todavía más difícil. La salida, guste o no, es una educación del primer mundo que le confiera, a cada ciudadano, capacidades efectivas para resolver sus problemas.