Gobernabilidad

Por Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma

Un mito recorre a México: el del presidencialismo sin contrapesos. No se trata de un asunto nuevo. Entre el presidencialismo exacerbado de antaño hasta la parálisis legislativa en décadas recientes, y ahora el nuevo modelo de gobierno unipersonal, los mexicanos tenemos una propensión a concebir el problema de la gobernanza en forma pendular, lo que arroja una perspectiva tergiversada de lo que es o debiera ser el gobierno. Queremos que el país funcione, pero no queremos que haya crisis; queremos que el gobierno actúe, pero que no se exceda; queremos lo bueno, pero no lo malo. Esto es natural y lógico, pero, como dijera Madison, sólo con reglas y contrapesos es posible lograrlo, porque el reino de los hombres siempre está sujeto a la proclividad y veleidades humanas.

Reza el dicho popular que cada quien cuenta la historia según le va en la feria. Cuando a alguien le gusta el gobernante, quiere que siga e, incluso, que se reelija. Cuando alguien lo aborrece, quiere que se vaya lo antes posible. El asunto no debería ser de personas, sino de instituciones: autoridad precisa y limitada para el gobernante, reglas y derechos para el ciudadano. El punto, en el sentido de Popper, es que el ciudadano tenga la certeza de que el gobernante no podrá abusar gracias a la existencia de instituciones y contrapesos efectivos. La pregunta clave, desde al menos Platón, es cómo asegurar que así sea.

En términos mexicanos, la interrogante es cómo lograr aterrizar la inconsistencia que los mexicanos guardamos respecto al poder presidencial y al gobierno en general. El recuerdo del viejo sistema político genera añoranza en unos y miedo en otros y el problema es que ambos tienen razón: se extraña la capacidad de ejecución pero se teme el abuso. Ese, en una frase, es el dilema mexicano.

Mientras que un gran político puede lograr muchas cosas en tanto que uno mediocre se queda atorado en el camino, ninguno de los dos puede exceder, en un contexto de contrapesos efectivos, la autoridad que le confiere el Poder Legislativo, consistente con el marco constitucional…

El problema es que esa tesitura ha llevado a identificar gobernabilidad con control de los otros poderes, es decir, el viejo presidencialismo dominante. El lado anverso de esa moneda es que las circunstancias que hicieron posible (y en buena medida necesario) aquel modelo político hace casi cien años nada tienen que ver con la realidad del mundo de hoy. Cada componente del poder –política, gobernanza (o gobernabilidad), burocracia y estado de derecho– debe verse en su dimensión.

La política es personal, emotiva y encaminada a negociar, convencer y sumar. Se trata del ejercicio cotidiano del poder y su principal instrumento es el púlpito y la conversación uno a uno: es ahí donde se procuran acuerdos para que “las cosas sucedan.” Se dice que un buen político le saca agua hasta a las piedras.

En contraste, la gobernanza es aburrida porque no se nota, excepto en los resultados. Es ahí donde aterriza la ley en la forma de autoridad, poder y reglas de operación del gobierno. Es en ese ámbito que se determina la autoridad que la legislatura le delega al Poder Ejecutivo, ambos electos, pero también a la burocracia y a las entidades regulatorias, que no lo son. La gobernanza es el punto en que el gobierno interactúa con la ciudadanía. Mientras que un gran político puede lograr muchas cosas en tanto que uno mediocre se queda atorado en el camino, ninguno de los dos puede exceder, en un contexto de contrapesos efectivos, la autoridad que le confiere el Poder Legislativo, consistente con el marco constitucional.

El término burocracia se emplea frecuentemente de manera peyorativa, pero es lo que hace funcionar a los gobiernos exitosos en todos los sectores: un cuerpo profesional que se desempeña de manera apartidista y opera en forma eficiente e institucional, siguiendo los lineamientos del gobierno electo. Por eso es tan dañina la destrucción que ha hecho el gobierno actual de la capacidad administrativa que existía: aunque mediocre, funcionaba.

Lo que hace marchar a un país son las reglas del juego: qué se vale y qué no. Eso es lo que se codifica en las leyes, desde la Constitución hacia abajo y que se conoce como Estado de derecho. Las leyes deben ser claras, conocidas, precisas, de aplicación estricta y difíciles de cambiar. En México las leyes tienden a ser de carácter aspiracional más que normativo y suelen ser inaplicables, lo que deja un margen tan amplio de discrecionalidad que no pueden cumplir el objetivo de conferir certidumbre y protección a los derechos ciudadanos. Peor cuando un gobernante tiene el poder (control del Legislativo) para cambiar las leyes a su antojo y después alegar que su actuar se apega a la legalidad.

La gobernabilidad no puede consistir en facultades tan amplias –por ley o por control del Poder Legislativo– que permitan violar los derechos ciudadanos, pero también se requieren incentivos para que el legislativo coopere y se evite la parálisis caprichosa. Los contrapesos pueden ser desagradables para el gobernante, pero es la única manera de asegurar que nadie pueda abusar del poder. En la medida en que México siga elevando el grado de complejidad de su economía, sociedad y política –proceso natural y deseable– los contrapesos se tornarán en un requisito indispensable para poder funcionar.

La misión de un gobierno no consiste en que el gobernante haga lo que quiera, sino que lleve a cabo su proyecto dentro de los límites que le impone la ley. Dos cosas muy distintas.