Filosofías
Por Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma
Dos filosofías del poder dividen al mundo: una busca su concentración para garantizar que el Estado cuente con facultades plenas para avanzar la igualdad; la otra procura su descentralización para asegurar la libertad de la ciudadanía. La primera, originalmente articulada por Rousseau, es la favorita de gobiernos que buscan ponerse por encima de la ciudadanía: de ahí la noción de que el jefe del gobierno es el único representante del pueblo. Inevitablemente, estos gobiernos tienden a ser tiránicos. La segunda filosofía, articulada por John Locke, se orienta a construir contrapesos al poder para asegurar que sea imposible la consagración de un gobierno tiránico. Montesquieu formalizó esta filosofía con su planteamiento de una estructura de gobierno dividido (ejecutivo, legislativo y judicial), un sistema de equilibrios donde cada uno limita a los otros. Claramente, se trata de visiones explícitamente contradictorias.
En los últimos cien años, México ha ido evolucionando en su filosofía gobernante. En el periodo constituyente coexistieron posturas liberales, conservadores, autoritarias, sindicalistas, demócratas, anarquistas y todo lo demás, hasta que se logró un acuerdo en el documento constitucional que acabó siendo adoptado en 1917, mucho de cuyo contenido se derivó de la Constitución liberal de 1857. En las siguientes décadas fue cobrando forma la visión centralizadora que caracterizó a la era cardenista y que se fue fortaleciendo en la medida en que el país avanzaba en su desarrollo económico. La movilización estudiantil de 1968 y luego el sismo de 1985 cimbraron al sistema político, dando origen a las disputas político-electorales de los ochenta y, de ahí, a la serie de reformas tanto económicas como políticas que sentaron las bases para una economía abierta y un sistema político que aspira a ser plenamente democrático.
Importante anotar que los cambios político-económicos de las últimas décadas, especialmente los políticos, no surgieron de un eje izquierda-derecha. En el ámbito político en particular, el reclamo democrático y la demanda por limitar al poder presidencial se originó en el movimiento estudiantil y fue secundado, en el tiempo, por el PAN, cuyo origen mismo fue una reacción a la consolidación del sistema priista.
En la era soviética, muchos de cuyos chistes eran similares a los nuestros, se decía que la diferencia entre un gobierno autoritario y uno democrático era muy simple: en un sistema autoritario los políticos se burlan de la ciudadanía, en tanto que en un sistema democrático ocurre exactamente al revés.
La evolución filosófica ha sido extraordinaria y hubiera sido ingenuo suponer que no se presentaría una contrarrevolución como la que enarbola el presidente. Desde su inauguración en 2018, el actual gobierno se ha empeñado no sólo en concentrar el poder, sino en eliminar cualquier resquicio que impidiera o limitara el ejercicio del poder. La eliminación de instituciones, la inanición financiera de algunas y la neutralización de facto de otras (especialmente al no nombrar reemplazos cuando concluyen los plazos de sus integrantes, como en el INAI, la COFECE y ahora el Tribunal electoral) son todos ejemplos de un patrón que es fácil de discernir. La iniciativa presidencial de formalizar la eliminación de estos y otros organismos autónomos la justifica en términos de costo (son “onerosos” dijo el presidente), pero en realidad es producto de una visión del poder que excluye a la ciudadanía y privilegia el ejercicio irrestricto del poder por parte del presidente.
En la era soviética, muchos de cuyos chistes eran similares a los nuestros, se decía que la diferencia entre un gobierno autoritario y uno democrático era muy simple: en un sistema autoritario los políticos se burlan de la ciudadanía, en tanto que en un sistema democrático ocurre exactamente al revés. No es difícil entender la preferencia por un sistema autoritario en el que una persona sistemáticamente se dedica a excluir, descalificar, ignorar y atacar a todos aquellos que no se alinean con su visión del poder y de la vida.
Viendo hacia adelante hay dos factores que son trascendentes. El primero es cómo reaccionarán las dos candidatas ante la propuesta presidencial, revelando ahí sus preferencias y propensiones. ¿Se alinearán con la ciudadanía o con la tiranía? El segundo es respecto al Congreso: ¿ejercerá su responsabilidad o seguirá sometido al poder, como si se tratara de un mero apéndice?
En 1997, cuando el PRI perdió por primera vez la mayoría absoluta en el congreso, la oposición se jactó de la nueva realidad (“juntos somos más que vos” le espetó Porfirio Muñoz Ledo al entonces presidente Zedillo), pero se dedicó a oponerse a toda iniciativa que viniera del ejecutivo. En lugar de contrapeso, el congreso mexicano entre 1997 y 2012 fue un muro de oposición casi irreductible. El congreso del sexenio de Peña sucumbió ante los billetes que compraban votos. El actual ha sido sumiso a más no poder.
La gran oportunidad comienza en septiembre y octubre de 2024, respectivamente. Ahí nacerá un nuevo Congreso y un nuevo gobierno. Luego de experiencias variopintas de alternancia, estilos presidenciales y un patético desempeño en general, la oportunidad es única para construir un efectivo sistema de contrapesos dedicado a cogobernar: construir un nuevo andamiaje que goce de plena legitimidad, sustentado en tres poderes dedicados a hacer valer sus funciones y cumplir sus responsabilidades. En otras palabras, salir del ocaso en que estamos para entrar en un nuevo estadio de desarrollo.