Especulaciones electorales
La religión entra por la puerta principal al proceso electoral de 2018, amenazando con ello la decisión consciente de por quien votar a la ciudadanía: no es un asunto menor porque entraña una perspectiva autoritaria del gobierno
Luis Rubio / Reforma
Con la alianza de Morena y el Partido Encuentro Social el proceso electoral adquirió una nueva faceta. Sea por convicción o por decisión estratégica, la suma de un partido ostensiblemente de izquierda con uno claramente conservador desató una gran controversia: ¿se trata de un matrimonio de conveniencia o una asociación de dos entidades ideológicamente afines? Cualquiera que sea el caso, de lo que no hay duda es que la religión será parte de esta elección.
En los últimos años, un proceso electoral tras otro -de Brexit a Trump, e incluyendo varias gubernaturas aquí- ha evidenciado un desfase entre la política y el desarrollo. Algunos atribuyen este fenómeno a un elemento emotivo, otros a la falta de resultados por parte de los políticos tradicionales, pero el hecho relevante es que estamos viviendo tiempos distintos: los vectores que antes servían para comprender la forma de actuar de los votantes han dejado de ser válidos, como ilustran las fallidas encuestas en casi todas las instancias recientes alrededor del mundo. Los votantes han dejado de ser predecibles o, al menos, los instrumentos que permitían vaticinar un determinado resultado ya no son igualmente útiles.
Desde luego, todos los políticos procuran explotar las emociones del electorado, pues esa es la forma en que entusiasman al votante y generan seguidores en la persona o proyecto que promueve un determinado candidato. La religión, al menos en un sentido político, no es más que otra emoción y, desde esta perspectiva, no tiene nada de extraño que se convierta en un factor novedoso en el espectro nacional. Sin embargo, no es lo mismo un seguidor, por fiel que sea, que un creyente: lo primero supone una decisión consciente, lo segundo una convicción producto de una creencia; ambos son respetables, pero entrañan consecuencias políticas muy distintas.
Un documental sobre César Chávez, el líder de los agricultores mexicanos en EUA, me hizo reflexionar sobre el componente religioso. Chávez inició su movimiento contra la corriente no sólo porque se trataba de trabajadores extranjeros, sino porque no había un solo sindicato rural reconocido en ese país. No era algo sencillo movilizar a los trabajadores que de por sí se sentían vulnerables ante el riesgo de ser deportados y contra la oposición de los empleadores. Sin embargo, Chávez no sólo logró el reconocimiento, sino que esto ocurrió de una manera peculiar: un viernes santo le ofrecieron la posibilidad de una entrevista en Washington y la confirmación del reconocimiento se dio en un domingo de resurrección. Para los sindicalizados, estos dos factores resultaron ser señales providenciales.
Chávez no era un líder religioso en sentido alguno, como tampoco lo es Andrés Manuel López Obrador. Cualquiera que sean o hayan sido las convicciones religiosas de cada uno de ellos, se trata de políticos natos que buscan un objetivo y emplean todos los medios disponibles para lograrlo. Visto de esta manera, toda la concepción de Morena y la asociación con el PES responden a un intento por infundir un fervor religioso que rebase cualquier otra argumentación en la decisión sobre por quien votar. Es decir, se buscan creyentes, no ciudadanos.
En un sentido estrictamente pragmático, no hay nada intrínsecamente malo en el empleo de símbolos religiosos para la consecución de un objetivo político; a final de cuentas, pocas facetas de la competencia política ignoran tan flagrantemente cualquier consideración ética respecto a los medios y los fines: hemos llegado al punto en que todo se vale con tal de lograr el objetivo, uno gana y todos los demás pierden. Unos lo hacen con la religión, otros con dádivas, o denuncias penales, y unos más con la compra de votos.
Lo crucial de las elecciones -en cualquier momento, en cualquier país- es elegir para que gobierne: no se trata de un concurso de belleza sino de una decisión política que entraña consecuencias para los propios votantes. Cuando la mecánica electoral se aboca a remover las capacidades ciudadanas en aras de generar creyentes -y, por lo tanto, personas que se movilizan por factores distintos a los de una decisión racional- el gobierno resultante acaba teniendo atribuciones que son contrarias a la esencia de la democracia porque carece de pesos y contrapesos, convirtiéndose en una potencial fuente de impunidad y, por lo tanto, de un gobierno autoritario con capacidad de imponer sus proyectos sin que medien contrapesos. O sea, como en el pasado pero más extremo.
Cada candidato emplea los símbolos -religiosos o ideológicos (como el nacionalismo)- como estrategia para avanzar su causa; el viejo sistema político logró una hegemonía ideológica por décadas. Lo novedoso, y preocupante, de Andrés Manuel López Obrador es la búsqueda de creyentes que lo sigan al cadalso si eso es lo que el líder demanda. Esto es lo que explica su renuencia a explicar su proyecto o a responder a interrogantes absolutamente legítimas y lógicas.
La pregunta clave acaba siendo si la ciudadanía tiene la capacidad y disposición para defender sus derechos y logros con el candidato de su preferencia sin abrirle la puerta a una plena impunidad, implícita y connatural al ser creyente que acepta sin más.