En espera del siguiente salto civilizatorio
Por Edna Jaime (@ednajaime) | El Financiero
Como seres primitivos que a veces somos, entendemos la justicia como castigo. Son vestigios de los impulsos de retribución que todos guardamos: “Si me la haces, me la pagas”. Sin embargo, la justicia retributiva no es sostenible. Si todos buscáramos la venganza no habría posibilidad de convivencia pacífica; más bien, no habría convivencia, ni comunidad, ni nada. Por eso le dimos al Estado la potestad de representarnos en caso de un conflicto con terceros. Y por eso nos dimos una serie de reglas de convivencia que el Estado debe hacer observar imponiendo consecuencias o sanciones a quienes las incumplen. Éste es un paso civilizatorio de enormes dimensiones.
Lo anterior suena muy bien hasta que lo aterrizamos a realidades concretas. La nuestra, por ejemplo. Nuestra comunidad nacional no vive en paz, en buena medida porque el Estado no se hace cargo de lidiar con la conflictividad. Si hablamos del tema criminal-penal, su inefectividad es apabullante. Resuelve muy pocos crímenes: en promedio, el 6% de los casos que conoce. La base del problema son sus débiles capacidades, pero también su estrechez de miras. Es muy duro decirlo, pero es así: el Estado mexicano no se atreve a avanzar ni a innovar. En materia de justicia penal, se aferra cada vez más a una visión punitiva, muy estrecha, que además es propensa a la violación de derechos humanos.
Esta semana México Evalúa, con apoyo de la Fundación Friedrich Naumann y un grupo de organizaciones coconvocantes, presentó el Primer Foro Internacional: La Innovación en la Justicia. Fueron tres días y más de 27 horas de pláticas con mucha sustancia e ideas sobre cómo lidiar efectivamente con la conflictividad que genera por naturaleza la interacción humana.
¿Qué hemos ganado con criminalizar cada vez más conductas, aumentar penas y meter a más gente en prisión? Más crimen, más desintegración, más resentimiento y odio.
Para atender esa conflictividad, una visión que predominó por muchos siglos fue la del castigo. Se pensaba que si éste se suministraba correctamente, podría disuadir conductas ilegales y antisociales. Esta visión parte del supuesto de que cada persona toma decisiones de acuerdo a un cálculo de costo-beneficio. Es decir, si al delinquir me arriesgo poco a una sanción, quizá me conviene hacerlo.
Claro, la noción de castigo no puede ser descartada sin más, pero han surgido teorías que rivalizan fuertemente con ella. Compite, sobre todo, con una que postula que la observancia de las reglas, más que depender de la percepción de castigo, es un aprendizaje colectivo. Internalizamos las reglas no por efecto de la sanción, sino porque los demás las observan. Como en todo, la realidad compleja acepta teorías diversas. Pero ése es el punto; no podemos casarnos con sólo una visión.
En el Foro aprendí muchas cosas que pueden considerarse innovadoras, porque desafían los supuestos comúnmente aceptados. Me encantó escuchar sobre la justicia restaurativa, por ejemplo, que parece que busca reparar el daño, pero es bastante más que eso. Es ir a las causas de una conducta agresiva o antisocial para arreglarla de fondo. Es una ruta que requiere de mucho más que policías, agentes del MP o prisiones. Demanda de terapeutas, mediadores, agentes que puedan lidiar con el conflicto y resolverlo por medio del diálogo. No propongo sentar a un homicida en un diván. Éste quizá necesita ser inhabilitado en una prisión para que no cause más daño, pero aún ahí deben aplicarse estrategias para su posterior reintegración en sociedad. Esa justicia sí es sostenible.
No me gustaría que se leyeran estas líneas como una oda a la ingenuidad, sino como una llamada a humanizar la justicia. Sobre todo en este país, en el que sociedad y gobierno nos damos tanta cuerda con modelos que no son solución. Me refiero a este conjunto de acciones a las que se les llama populismo penal. ¿Qué hemos ganado con criminalizar cada vez más conductas, aumentar penas y meter a más gente en prisión? Más crimen, más desintegración, más resentimiento y odio.
En México, cuando escuchamos de reformar la justicia, nos ponemos a temblar. En los esfuerzos de “reforma” no hay intención de ensayar con otros modelos, sino de ofrendar cabezas a un público con apetito de venganza. Así no saldremos de nuestro nudo de pobre civilidad.