El lenguaje de la evaluación
En los temas de seguridad pública y justicia estamos de plano en un punto ciego. En este asunto no nos hemos puesto de acuerdo ni siquiera en cómo definimos éxito en materia de política pública.
La evaluación es un componente clave del ciclo de la política pública. Es un ejercicio que ofrece información a los tomadores de decisiones sobre qué aspectos hay que mejorar en todo programa que involucre recursos públicos. Un insumo que además debe orientar la asignación de recursos al identificar dónde tienen éstos mayor rentabilidad y dónde se desperdician.
La evaluación es una práctica institucionalizada en los países desarrollados, no es coincidencia que los gobiernos en esas naciones tengan estándares de desempeño más elevados. Lo es también de organismos internacionales que buscan a través de este ejercicio promover mejor su mandato: que las intervenciones o ayuda financiera en las naciones receptoras cumplan con el cometido de impulsar el bienestar.
Los alcances de la evaluación no se limitan a informar la política pública. La evaluación tiene una dimensión mayor cuando se considera que su último destinatario es el ciudadano. Es con la medición de resultados como culmina el ciclo de una política pública, es el lenguaje con el que la autoridad o el funcionario se comunican con los ciudadanos para rendir cuenta de su gestión. Tal como sucede en una empresa privada con sus accionistas: se otorga a un cuerpo directivo la autoridad para la toma de decisiones y al cabo de un tiempo éste ofrece cuentas de su gestión.
En México la evaluación ha avanzado, pero de manera desbalanceada entre distintos sectores de la política pública: en alguno de ellos se evalúa mejor que en otros y estas asimetrías no deberían de existir. México tiene la sofisticación suficiente para contar con modelos de evaluación mucho mejores que los vigentes y para que esta práctica tenga consecuencias en términos de responsabilidades y también presupuestales. En nuestro país, desafortunadamente, todavía no llegamos a este nivel. Incluso, en algunos sectores, esta práctica todavía ni se establece ni se arraiga.
Sin duda el ámbito más avanzado es el de la política social. Aquí comenzó la evaluación y se ha institucionalizado de una manera positiva. Contamos, además, con una medición estandarizada de la pobreza que permite evaluar si las acciones que se emprenden para darle alivio son efectivas o no. La Cruzada Nacional Contra el Hambre y otros programas de reciente hechura, pueden gustarnos o no, pero es un hecho que en la próxima medición de la pobreza sabremos si están siendo efectivos.
En materia educativa hemos dado pasos francos en la evaluación del aprovechamiento escolar a través de pruebas estandarizadas como PISA, Enlace, Excale. Esta información, disponible por igual para el funcionario del sistema educativo, maestros, padres de familia y alumnos ha cimbrado al establishmenteducativo que ahora se debate en la implementación de una Reforma Educativa que también tiene a la evaluación, pero ahora del docente, como uno de sus ejes centrales. Siendo la medición tan potente para informar al usuario del servicio de la calidad de lo que recibe y a los operadores del sistema de las debilidades y fallas detectadas, ¿por qué retirarlas? Apenas unos meses atrás se anunció la suspensión de la prueba Enlace. Distintos vicios del examen y su aplicación fueron utilizados como argumentos para su suspensión. No hay todavía un sustituto a la extinta prueba, lo que deja cercenado nuestro derecho a saber en un tema tan fundamental.
Otos sectores han tenido muchos menos progresos que los descritos con anterioridad. En materia de salud, por ejemplo, no hemos construido esquemas de evaluación centrados en resultados o en calidad. Algunos programas del sector cumplen con obligaciones en materia de evaluación, como las matrices de indicadores para el Sistema de Evaluación del Desempeño dentro del Presupuesto Basado en Resultados y pueden ser parte de programas de evaluación más amplios. Sin embargo, a diferencia de pobreza o educación, la medición es más difusa y por eso menos potente.
En los temas de seguridad pública y justicia estamos de plano en un punto ciego. En este asunto no nos hemos puesto de acuerdo ni siquiera en cómo definimos éxito en materia de política pública. El gobierno federal se mide con el indicador de homicidios dolosos, mientras que los grupos de la sociedad insisten en que el abanico debe abrirse para incluir otros delitos de alto impacto. Y la disputa en torno a la cifras y la calidad de la información es tan intensa que me recuerda los años en que coexistieron distintas mediciones de pobreza nublando el impacto de la política pública sobre este fenómeno.
La evaluación no es un capricho tecnocrático, sino una obligación de quien ostenta un cargo público hacia el ciudadano. En un contexto en el que impera una profunda desconfianza hacia las acciones del gobierno bien valdría la pena reivindicarla y convertirla en un componente del lenguaje con el que la autoridad se comunica con los mexicanos.