El diablo en los detalles
La efectividad del combate a la corrupción dependerá de un buen diseño de la Comisión Anticorrupción, pero, más importante, de su interacción con otras instancias con quienes comparte tareas de control, incluyendo, por supuesto, al nuevo fiscal.
Hace unas horas se votó en la Cámara de Senadores el dictamen para crear un nuevo órgano anticorrupción. El tema es vital para México. La corrupción le ha hecho un daño indescriptible al país, no sólo porque ha restado efectividad y calidad a las políticas del gobierno, sino también porque ha erosionado su legitimidad. El extremo es lo que vemos en Michoacán y otras entidades del país: un Estado débil sin control sobre los territorios, por debilidad y también por corrupción. Así de graves son las consecuencias de no actuar en este tema.
Por lo anterior, la Reforma Anticorrupción no puede ser una reformita más, una pieza de intercambio en el Pacto por México para que los participantes sientan correspondidos sus favores. La Reforma Anticorrupción debe ser prioridad y, por tanto, no puede improvisarse. En la sesión de ayer en el Senado, se dieron los pasos para la configuración del nuevo órgano anticorrupción pero, como toda reforma de envergadura, su potencia estará inscrita en legislaciones secundarias. En este nivel es que veremos si la reforma ofrece lo prometido o si acaba siendo una iniciativa al estilo de “cambiar lo necesario para que todo siga igual”.
Hay dos temas sobresalientes entre todas las enmiendas que se aprobaron el día de ayer en el Senado. La primera es la creación de la Comisión Anticorrupción como órgano con autonomía de gestión y operación. Se distinguirá de la Secretaría de la Función Pública (SFP) por eso, y también por el nombramiento del comisionado, que en el dictamen aprobado la tendrá el Senado. También se le descarga a la Comisión de funciones de mejora administrativa que, junto con las de control interno, tenía la SFP. No me queda claro quién cachará esta labor, que no es menor, para cerrar los espacios de discrecionalidad y opacidad que al final del día dan pie al acto corrupto. Porque es importante no irnos con la finta: la función de control de la actividad pública y del uso de autoridad y recursos no comenzará ni terminará en esta instancia, aunque gane un espacio de autonomía respecto del Ejecutivo. Concebirlo y venderlo así sería un error y nos frustraríamos a la primera de cambios si suponemos que sola podrá con el paquete.
El otro tema tiene que ver con la capacidad de este nuevo órgano de emprender acción penal. Si contará o no con esos dientes. Éste, entre otros, era uno de los temas críticos en este rediseño. La pregunta es simple: qué diferencia puede hacer un organismo que al final del día tiene que someter sus casos en materia penal a la procuración de justicia, que sabemos es lenta, inefectiva y no prioriza estos temas. Un dato: en la actualidad el combate a la corrupción sólo representa 0.2% de las averiguaciones previas iniciadas por la Procuraduría General de la República (PGR). Queda claro que la persecución de este delito no es prioridad, ni estratégico para la PGR. Coincido con quienes ven en esto un punto de quiebre: sin dientes, la Comisión será de caricatura. También entiendo que la persecución criminal no puede estar fragmentada en distintas instancias. Los riesgos son grandes, de ahí el dilema.
Los legisladores optaron por conciliar: se prevé en la nueva legislación un Fiscal Anticorrupción inscrito a la PGR que conocerá de los casos presentados por la Comisión. Fundan su propuesta en el hecho de que la PGR se transformará para convertirse en autónoma en una fecha definida, 2018. Este cambio, a decir del dictamen discutido, resuelve el dilema. Habrá un responsable de investigar y ejercitar acción penal en este tema.
Aun suponiendo que este planteamiento funcione, el plazo y la dificultad de diseño para embonar estas piezas deja a esta administración con un mecanismo en ciernes, que difícilmente atajará el problema para el que fue creado, por lo menos en los próximos cinco años. Deja a esta administración inscrita en la vorágine del cambio sin instancias de control suficientemente articuladas para servir de contrapeso.
El diablo está en los detalles. Y lo que se aprobó en el Senado apenas es una superestructura que debe aterrizar en mecanismos concretos. Por eso debemos asumir con reservas lo que ayer se aprobó. La efectividad del combate a la corrupción dependerá de un buen diseño de dicho órgano, pero, más importante, de su interacción con otras instancias con quienes comparte tareas de control, incluyendo, por supuesto, al nuevo fiscal. Este tejido fino necesita de visionarios y también de convencidos. Antes de cualquier salida técnica necesitamos una decisión política: la de inscribir todo acto de autoridad al imperio de la ley. Sin esta premisa básica resuelta, toda la algarabía de la que ha estado acompañada la reforma terminará en decepción.