El comienzo
Por Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma
En el mundo del folklore y de tradiciones añejas, plantea Carlos Lozada, los mitos son relatos que se repiten una y otra vez por su sabiduría y verdades subyacentes. Nadie entiende mejor esta lógica que el presidente López Obrador, quien no sólo es un maestro de la narrativa (y la mitología), sino que entraña otra característica con la que pocos hemos reparado: su éxito no depende de sus acciones concretas o sus resultados, sino del culto a la personalidad. A la fecha, la fórmula ha sido implacable; la pregunta es qué implica eso para el futuro del país.
Hay al menos cuatro factores que son críticos para el desarrollo, y que la narrativa presidencial denuesta a diario, pero no por eso dejan de ser clave: la inversión y el crecimiento económico; la seguridad; la relación con Estados Unidos; y las reglas del juego. En cada uno de estos rubros, el presidente ha ido erosionando los andamios, de por sí endebles, que hacían que las cosas funcionaran.
El desarrollo es, evidentemente, el único objetivo posible, eso a pesar del desdén con que el actual gobierno lo contempla. Enfocado exclusivamente en el poder y en su preservación, prefiere a un electorado pobre pero leal a un país desarrollado y rico con una ciudadanía pujante. Venga quien venga, tendrá que enfocarse al desarrollo (y lo que eso implica en términos de educación y salud) no sólo por la obviedad de que es la única posibilidad de futuro, sino porque los problemas sociales se han ido apilando. La fórmula es conocida: crear condiciones para atraer capital, sin lo cual el crecimiento económico es imposible, pero con una estrategia redistributiva que permita elevar los niveles de vida de la población sin afectar el funcionamiento de la economía. Todo lo que se requiere es certidumbre: reglas claras y predecibles. Dadas las condiciones, el nearshoring es una enorme oportunidad (no panacea) que puede crecer de manera incontenible.
La seguridad es un asunto que no sólo no está resuelto, sino que se complica día a día. Digan lo que digan los voceros gubernamentales, es evidente que el crimen organizado controla vastos territorios, donde reinan la extorsión, el secuestro y la violencia. La popularidad nominal puede ser elevada, pero la realidad al nivel del piso es lacerante y no se resuelve con retórica ni con una Guardia Nacional que no es substituto de una policía (y sistema judicial) local que proteja a la población. El Ejército es indispensable, pero sólo para contribuir a pacificar el país, no para hacerlo funcionar. Los abrazos suenan muy bellos, pero la seguridad depende de una vida cotidiana sin miedos ni razones para estos.
Atacar a los estadounidenses e invitar a sus rivales al desfile de independencia es quizá la más reveladora de nuestras podredumbres míticas. Convocar a envolverse en la bandera era rentable hace cincuenta años, pero no en la era en la que es cada vez más rara la familia que no tiene parientes directos allá. Esto además de la trascendencia económica, política y social de las exportaciones y remesas para la estabilidad. Parecería suicida atentar contra estas obvias fuentes de viabilidad.
Al país le urge un entendido “autóctono” que abra espacios de participación y elimine las fuentes de disrupción e inseguridad. Esto implica las fuerzas políticas formales, pero también instancias ciudadanas, empresariales, sindicales…
El gran éxito del TLC original fue que creó un marco legal y regulatorio que le confería certidumbre al inversionista y empresario: reglas generales, claras y que se podían hacer cumplir a través de mecanismos confiables, no politizados. AMLO ha invertido la ecuación: en lugar de reglas generales y conocidas, él pretende resolver cada situación de manera individual, lo que atenta contra la esencia del factor que hace atractiva la inversión: la confiabilidad de las reglas.
La pregunta es cómo enfrentar estos males. La respuesta es, conceptualmente, obvia. Hace treinta años se procuró un esquema de reglas del juego y mecanismos confiables de resolución de disputas a través de un tratado internacional, lo que en esencia implicaba que México obtenía prestadas las reglas y sistema judicial en materia comercial y de inversión de nuestros socios comerciales. Esa avenida no se ha agotado, pero ha experimentado un grave deterioro. En consecuencia, la única forma de recrear condiciones que hagan predecibles las reglas es con arreglos políticos internos que se puedan hacer cumplir. En una palabra: tenemos que hacer hoy lo que antes no se podía lograr internamente: un marco político-legal que sea confiable.
El gran reto para el próximo gobierno residirá en construir un andamiaje de acuerdos que disminuyan las fuentes de odio y de polarización y que se traduzcan en acuerdos políticos que entrañen una fuente de confiabilidad y certidumbre para los agentes económicos. Suena complejo, pero es la única forma a través de la cual se puede contemplar una salida del hoyo en que nos ha colocado el gobierno actual y cuyo legado será mucho más complejo y caótico de lo aparente.
Al país le urge un entendido “autóctono” que abra espacios de participación y elimine las fuentes de disrupción e inseguridad. Esto implica las fuerzas políticas formales, pero también instancias ciudadanas, empresariales, sindicales. México se ha vuelto demasiado grande y complejo para depender de unos cuantos actores con intereses particulares. El reto es enorme, pero también lo es la oportunidad.