¿Dónde se atoró?
Por Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma
Mientras avanzan las candidaturas, los riesgos políticos se elevan. Tres son los factores que impulsan la posibilidad de que el país enfrente situaciones críticas en el curso del próximo año. El primero, y más obvio, es el ciclo presidencial: en todas partes del mundo sigue una lógica natural que comienza su fase ascendente donde el presidente acumula poder, llega a su cenit y luego comienza el descenso. El segundo factor proviene de la erosión y eventual desarticulación de los mecanismos de control político con los que contaba el sistema político. El tercero, y más riesgoso en este periodo, es el que se deriva de la inexistencia de reglas del juego para la política, en conjunto con la creciente incapacidad para hacer cumplir las pocas reglas que todavía siguen vigentes. Cada uno de estos elementos jugará su parte en los meses que vienen.
El gran éxito del viejo sistema político radicaba en la existencia de reglas precisas para el funcionamiento de la vida pública. Algunas de aquellas reglas, comenzando por la primera –el presidente manda– eran constantes, en tanto que otras variaban de administración en administración. El ciclo de inversión y actividad económica típicamente comenzaba hacia el final del primer año, cuando la tónica del gobierno y sus reglas específicas se aclaraban. En lo que a la sucesión tocaba, las reglas eran permanentes: nadie disputa la legitimidad del presidente, pero se vale contender para la sucesión. Estas y otras peculiaridades del sistema se llegaron a denominar facultades “metaconstitucionales”, porque eran reglas “no escritas” pero que se hacían cumplir a rajatabla.
El viejo sistema, que en muchos sentidos persiste, es un gran obstáculo para la construcción de otro futuro. Lo que antes eran virtudes, ahora son fuentes de riesgo y potencial inestabilidad…
Muchos de los peores vicios de la actualidad se derivan de aquella manera de conducir los asuntos públicos, porque México nunca construyó un sistema legal compatible con el desarrollo económico y la libertad de las personas (como sí ocurre en casi todas las naciones latinoamericanas). México logró estabilidad y crecimiento por muchas décadas a lo largo del siglo XX porque contó con un sistema político de excepción donde la ley era irrelevante y lo que importaba eran las reglas no escritas. Eso funcionaba en un país pequeño, provinciano y relativamente aislado del resto del planeta, pero constituye un gran fardo para una nación grande, diversa, dispersa y extraordinariamente interconectada con el mundo exterior. El viejo sistema, que en muchos sentidos persiste, es un gran obstáculo para la construcción de otro futuro. Lo que antes eran virtudes, ahora son fuentes de riesgo y potencial inestabilidad.
Volviendo a los factores mencionados al inicio, el ciclo político ocurre en todas las naciones porque es, en cierta forma, el ciclo de la vida. Sin embargo, lo que lo hace diferente en México es que mientras que en la mayoría de las naciones el presidente va perdiendo poder y control en su fase descendente, en México lo que pierde es control, pero no el poder, porque en México, de facto, este último no está acotado por leyes o instituciones, lo que explica situaciones extremas como la expropiación bancaria, la expropiación de tierras en el valle del Yaqui y otras anomalías (y crisis), casi siempre al final del sexenio.
El segundo elemento con que contaba el sistema político a lo largo del siglo pasado fue el conjunto de instituciones, sobre todo sindicales, que le conferían a la presidencia enorme capacidad de control. La estructura de sindicatos, federaciones y confederaciones, como las de trabajadores o campesinos y el llamado sector popular, cada uno con sus características y vicisitudes, constituía un mecanismo formidable de regulación y autoridad que le confirió al país décadas de estabilidad, todo ello a costa del ejercicio de los derechos tanto individuales como colectivos que existían en otras latitudes. La liberalización comercial alteró el esquema al minar o eliminar toda la estructura de control con que contaba el gobierno sobre los trabajadores y sobre los empresarios (con la excepción de los sindicatos vinculados al gobierno, no sujetos a competencia).
El tercer elemento es el clave. En países verdaderamente democráticos e institucionalizados, las reglas del juego son las que establece el marco legal: las leyes guían el proceso y determinan las facultades y límites para los diversos actores. En un país en el que las leyes son no más que una guía moral y lo que vale son las enormes facultades discrecionales (y arbitrarias) con que cuenta la autoridad a todos los niveles, la ley es irrelevante y lo único que cuenta es el poder. Y un presidente tan poderoso hace y cambia las reglas de acuerdo con la hora del día y los humores que de ahí se derivan.
El desafío para los mexicanos es precisamente ese: cómo construir un sistema de reglas y leyes que no puedan ser modificadas o definidas por una sola persona, sino a través de un proceso institucional como el establecido en la Constitución. El problema principal de México radica en el hecho de que el presidente (el actual y sus predecesores) pueda cambiar las reglas (y las leyes), literalmente a su antojo. El asunto es de poder, no de leyes ni, estrictamente hablando, de instituciones: ¿cómo acotar las facultades reales de la presidencia? El día que logremos eso, México entrará al mundo del desarrollo y la civilización.