Distorsiones

Hay una enorme distorsión e incongruencia entre el objetivo de prosperar y los elementos que son indispensables para que eso sea posible

Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma

“La democracia”, dice el estudioso Larry Diamond, “es un sistema de gobierno de la mayoría, limitado por contrapesos y equilibrios institucionales.” Esta definición clásica claramente no está entre las prioridades del nuevo gobierno. 

Un discurso, por alentador que fuera, no hace verano, pero puede constituir un primer paso en el proceso de reconstrucción que tanto le urge al país. Más allá de lealtades personales e historias comunes, el sexenio pasado no fue un dechado de virtudes, excepto para quienes dependen del gobierno: los de hasta arriba y los de (casi) hasta abajo.

Para prosperar, como dijo que se propone la señora presidenta, es indispensable abrir la competencia y generar empresas productivas, no contratos gubernamentales y población dependiente del gobierno. La utilidad política de ambos es más que evidente, como se reflejó en la elección, pero no constituye una plataforma sólida o sostenible (y financieramente viable) de desarrollo, crecimiento económico o reducción de la pobreza y la desigualdad.

El momento inusitado que vive México

Eliminar los mecanismos que permiten, o debieran garantizar, las libertades y derechos ciudadanos, como ha venido ocurriendo repetidas veces en los últimos meses, implica erradicar la predictibilidad legal en un país que requiere una economía mucho más dinámica de la existente y que, por fuerza, tiene que atraer inversión extranjera. 

Lo anterior es fundamental porque el país vive un momento inusitado en el que desparecieron todas las anclas de estabilidad construidas a lo largo del siglo XX, en tanto que las que se intentaron desarrollar para reemplazarlas, todo esto en las pasadas tres o cuatro décadas, no lograron cumplir el mismo cometido. 

El país de hoy cuenta con elecciones libres (difícil negarlo por parte del nuevo gobierno); protecciones muy débiles, por no decir casi inexistentes, de los derechos ciudadanos; y una ciudadanía muy diferenciada entre quienes siguieron lealmente al presidente saliente y quienes deseaban un esquema de contrapesos. El gobierno saliente erosionó lo poco que existía y, en sus embistes finales, acabó por sembrar las semillas de una potencial recreación del autoritarismo de hace un siglo, o peor. 

¿Podemos tener un gobierno competente?

El planteamiento institucional es más bolchevique que liberal o, como dirían los ingleses, distante de Edmund Burke, el filósofo que analizó críticamente la revolución francesa y concluyó que la clave radicaba en la preservación de las leyes y las libertades, con un gobierno competente. Desde esta perspectiva, lo mejor que se puede esperar del gobierno recientemente inaugurado es, si todo sale bien, un gobierno competente.

La filosofía que yace detrás del discurso inaugural diverge de lo que el país (medio) intentaba construir en términos de gobierno funcional y a la vez acotado por las estructuras del reino de la ley, al considerar que el monopolio del poder, y no de la ley, es necesario para el desarrollo del país. Tanto las reformas recientes como los instrumentos frecuentemente empleados en los últimos tiempos, como la prisión preventiva, con mucha facilidad podrían convertirse en mecanismos de control y sometimiento en una sociedad que, independientemente de su voto, ha demostrado una histórica inclinación por la libertad. 

No sobra repetir la famosa frase de Porfirio Díaz —no un liberal— afirmando que “gobernar a los mexicanos es más difícil que arrear guajolotes a caballo.” El mexicano, independientemente de su situación socioeconómica, no se dobla fácil (“obedezco, pero no cumplo”). Aunque se afirme libertad, la pretensión implícita de someter a una población que vive al día y que depende de las exportaciones es extraordinariamente ambiciosa, por no decir temeraria.

El prototipo del déspota moderno

De hecho, la nueva ortodoxia varía respecto a la anterior. Por ejemplo, antes, los nombramientos a entidades señeras como la Comisión Nacional de Derechos Humanos, el INE, la Suprema Corte o, incluso, al Banco de México, respondían a un criterio estricto de lealtad. Hoy hay un criterio ideológico: quien quepa es bienvenido. El resto queda afuera. Con esto no quiero sugerir que los nombramientos de sus predecesores hayan sido impolutos o siempre idóneos, pero sin duda había al menos la pretensión, e incluso propensión, a nombrar personas “técnicamente” calificadas para los puestos clave, algo que no fue el criterio en años recientes.

En su escrito sobre Napoleón, Simon Schama describe al personaje como “el prototipo del déspota moderno, cínicamente asumiendo que a la mayoría de la población le importa poco o nada la libertad, las constituciones o la muy cacareada ‘soberanía ciudadana,’ por lo que podía despojarlos de ésta y reemplazar la libertad por el deslumbrante y pírrico triunfo militar.” Si uno quita las últimas dos palabras, triunfo militar, y las substituye por victoria electoral, el esquema no parece del todo ajeno.

Nos guste o no, el futuro de México está atado al resto del mundo. Ratificar o adoptar medidas, leyes y regulaciones que reducen o eliminan contrapesos y atentan contra los principios más elementales del Estado de derecho, entendido éste como la protección de los derechos ciudadanos respecto a la acción gubernamental, es contraproducente para la presidenta e implica jugar con fuego y poner en entredicho todo lo que dice querer lograr.