Después del diluvio
Por Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma
Decía un guía en el palacio de Versalles que Luis XIV construyó el palacio, Luis XV lo disfrutó y Luis XVI pagó la factura. Estamos en la etapa en que el presidente López Obrador está disfrutando de la estructura económica y financiera que le dejaron sus predecesores, esos malditos neoliberales. La interrogante clave para pasada la elección de 2024 es cómo pagar por lo hecho (y lo no hecho) en este sexenio para comenzar la construcción de algo nuevo y funcional hacia la prosperidad y el desarrollo.
En todos los sexenios que me ha tocado observar, lo que distingue al actual es la ausencia de un proyecto para el desarrollo del país. Algunos de los anteriores eran demasiado ambiciosos, otros meramente ideológicos; en algunos lo notable era la ausencia de ambición, en tanto que otros eran irreales por inviables. Pero ninguno carecía de un esquema orientado a lograr mayor prosperidad y mejores niveles de vida.
Para el presidente López Obrador el desarrollo se logra casi por ósmosis: el gobierno concentra todo el poder y el resto ocurre de manera automática. En lugar de estrategias, inversiones o legislación, lo que aquí ha habido es una manipulación narrativa dedicada a nutrir una base electoral y tres proyectos de inversión que no sólo no son ambiciosos, sino que no tienen sentido estratégico alguno ni para las regiones en que se han instalado. Se trata de un proyecto político, es decir, de poder, y no uno de desarrollo.
Aunque el presidente habla de austeridad, ésta no existe: los recursos se siguen gastando, sólo que ahora el criterio es de rentabilidad electoral y política, no de desarrollo económico…
Más allá de la excusa provista por la pandemia para justificar todo lo no hecho y lo desecho, el devenir del sexenio que poco a poco se aproxima a su ocaso ha sido posible gracias a dos décadas de construcción institucional que arrojó una estructura financiera para la estabilidad, un perfil de deuda muy cómodo para el erario, fondos y fideicomisos para casos de emergencia, periodos de recesión o fenómenos naturales.
Las administraciones que precedieron a la actual se ocuparon de fortalecer los cimientos de la estabilidad económica para evitar recaer en las crisis del pasado que destruyeron todo –familias, ahorros– a su paso. Sin esos antecedentes, el gobierno actual jamás habría podido desviar tantos recursos que otrora se dedicaban a la promoción de la inversión (infraestructura, generación de electricidad, etc.) hacia sus clientelas favoritas. Aunque el presidente habla de austeridad, ésta no existe: los recursos se siguen gastando, sólo que ahora el criterio es de rentabilidad electoral y política, no de desarrollo económico.
De esta manera, el prospecto más generoso que se puede estimar para el futuro es que, al final de 2024, sólo se haya perdido un sexenio y nada más. Los cálculos más optimistas son que la economía retornará al nivel de 2018 hacia el final de 2024, cuando la población habrá crecido en varios millones de nuevos mexicanos. Y esos son los cálculos optimistas.
Lo imperativo hoy es colocarnos en septiembre primero de 2024, el día de la inauguración del próximo presidente, para comenzar a otear el panorama que nos espera, como si ese día fuese a tomar posesión Luis XVI. Además de finanzas maltrechas, pero confiadamente no en situación de crisis, todo ello por haberlas exprimido al máximo con la desaparición de los fondos de estabilización y fideicomisos varios, el país se encontrará con un gobierno nuevo sin mayores instrumentos y con una gran crisis de confianza.
Sea quien sea presidente, hombre o mujer, en 2024, sus opciones van a estar muy limitadas por al menos tres razones: primero, porque ninguno gozará del vasto apoyo que logró el presidente en 2018 ni contará con sus habilidades o historia para preservar la base que su antecesor creó. Ninguno de los precandidatos obvios, de ambos lados de la barrera, goza de esa situación excepcional. Segundo, el gobierno actual habrá agotado todo el espacio fiscal –recursos para emprender proyectos– lo que le obligará a procurar nuevas fuentes de financiamiento incluso para la operación más elemental del gobierno, ya sin pensar en las cosas urgentes e imperativas, como la seguridad de la población.
Finalmente, la tercera razón por la cual las opciones serán estrechas es el otro lado de la moneda de la gestión del presidente López Obrador: así como construyó y nutrió una base electoral amplia, alienó al resto de la población. En lugar de sumar, dividió y polarizó, crispando el ambiente al punto de provocar reacciones viscerales e impulsivas tanto por parte de quienes lo apoyaron como de quienes acabaron odiándolo. Quien asuma la presidencia en 2024 tendrá que lidiar con esa contraposición y comenzar a hilar para construir puentes, disminuir tensiones y desarrollar fuentes de apoyo sostenibles e institucionales. Como en el viejo sistema priista, el próximo gobierno no tendrá alternativa más que reproducir el péndulo de antaño: corregir lo dañado y comenzar de nuevo.
Esto último será el reto más grande: la gran virtud del TLC radicaba en que proveía fuentes de certeza que trascendían los sexenios. Eso desapareció, mitad por Trump y mitad por López Obrador. La gran tarea será encontrar o construir una nueva plataforma que garantice la certidumbre, mellada por este gobierno tan preocupado por lo inmediato (lo electoral) pero desdeñoso de lo trascendente, el desarrollo y la paz.