Después de AMLO
Por Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma
¿Qué queda después de un presidente disruptivo cuyo objetivo –de facto– ha sido desmantelar más que cambiar o construir? Ésa es la pregunta que los mexicanos deberíamos contemplar en la medida en que inicia el tercio final del sexenio.
Las noticias de cada día no engañan: violencia, inflación, desempleo, inconstitucionalidad, avisperos, robos, muertos, extorsión, secuestrados, burlas, ataques y contraataques y toda una cauda de imposiciones, como las relacionadas al nuevo aeropuerto de la CDMX. Signos todos del deterioro que experimenta el país. En lugar de crecimiento, oportunidades posibilidades y una perspectiva susceptible de transformar al país hacia un futuro promisorio, la realidad comienza a alcanzar al país y a su gobierno.
Cierto, nada de eso ha mellado la popularidad del presidente. También, Morena gobierna dos terceras partes de los estados del país, ambos signos de un presidente que mantiene la atención y cercanía de un gran número de ciudadanos. Las mismas encuestas muestran un gobierno altamente impopular, reprobado en prácticamente todos los indicadores. La paradoja ha sido analizada múltiples veces desde muchas perspectivas y sólo el tiempo, o las elecciones por venir, arrojarán un veredicto.
Respecto a las gubernaturas ganadas por el partido en el gobierno, las encuestas muestran una oposición que confunde en lugar de inspirar certezas hacia el futuro, y una inalterada propensión del electorado por rechazar a quien está en el gobierno, independientemente de su marca. Es decir, Morena se está beneficiando de ser el partido nuevo en el panorama, lo que implica que, de persistir el sentimiento anti statu quo, sus candidatos podrían ser rechazados en la siguiente vuelta. En una palabra, la política mexicana es altamente volátil y nadie tiene garantizado el futuro.
El asunto de las transferencias clientelares es más trascendente de lo aparente porque ha implicado una extraordinaria distorsión en las cuentas públicas y un enorme incentivo a no trabajar para quienes son beneficiarios…
No tengo duda alguna que, si la elección presidencial tuviera lugar el día de hoy, el presidente podría nombrar a su candidato favorito y ganar la elección, pero faltan 20 meses para la próxima elección y ese es un mundo de tiempo en política. A estas alturas del sexenio, lo que queda es cosechar lo sembrado en los pasados cuatro años y en eso el gobierno no tiene mucho que ofrecer más allá de transferencias a sus clientelas y un enorme encono en la sociedad mexicana. Igual habrá de pagar por lo que no sembró y que, por tanto, no arrojará saldos favorables. La cosecha inevitablemente será magra en el mejor de los casos.
El asunto de las transferencias clientelares es más trascendente de lo aparente porque ha implicado una extraordinaria distorsión en las cuentas públicas y un enorme incentivo a no trabajar para quienes son beneficiarios. El presidente ha hecho todo lo imaginable para mover fondos presupuestales hacia sus clientelas favoritas, arrojando enormes déficits en los servicios públicos más elementales y creando vulnerabilidades para emergencias al vaciar los fideicomisos respectivos. Quien llegue al gobierno en 2024 se va a encontrar con un enorme problema financiero y ante severos dilemas que lo harán altamente impopular.
Hasta ahora, el gobierno ha gozado de un entorno interno y externo que, con todo y pandemia, le ha sido benigno. La población ha resistido una severa recesión, las tasas de interés se habían mantenido muy bajas y el mercado para nuestras exportaciones ha crecido mucho más rápido de lo que se anticipaba. Todo eso –sumado a las remesas, transferencias y habilidad narrativa del presidente– ha permitido que la política goce de estabilidad, favoreciendo al partido en el gobierno. Ahora comienza la etapa complicada, en el momento de declive natural del gobierno.
El presidente inició su gobierno ofreciendo un cambio de rumbo hacia menores niveles de pobreza, fin de la violencia, menor desigualdad, mayor crecimiento y menor corrupción. En todos estos campos el avance ha sido notable por su retroceso. Se puede culpar a la pandemia de algunas cosas, pero no de todas, ciertamente no de las trascendentes. La población sigue asediada por la criminalidad, la corrupción está en su apogeo y la economía es más dependiente de las exportaciones que nunca antes.
El saldo no es encomiable y todavía faltan dos largos años en un entorno internacional que podría ser extraordinariamente inhóspito y para el cual ya no hay barandales de protección. Los mecanismos y fideicomisos que existían para momentos de dificultades fueron extinguidos. Lo que queda es endeble y sujeto a una marea que podría no mantenerse tranquila.
Lo peor de todo es que el presidente prosigue en el curso que se trazó desde el inicio y no parece dispuesto a virar ni un milímetro, independientemente de las circunstancias. Los altos índices de popularidad lo animan a proseguir sin rectificar, pero esa no es un ancla fiable. Por elevada que sea, la popularidad es un indicador volátil, como ha mostrado la historia tantas veces en el pasado.
Vienen dos años de creciente incertidumbre que, en el mejor de los escenarios, dejarán un entablado frágil y endeble al próximo gobierno. Como dice el dicho, el presidente ha sembrado vientos y cosechará tempestades. Lo que resta es observar la forma que cobre ese clima tan volátil que solía acompañar al fin de los sexenios, pero que parecía rebasado. Hasta ahora.