Democracia a la mexicana
Por Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma
El motor de la apertura política (y de la incipiente democracia mexicana) fue la sucesión de reformas electorales que, desde 1964, pero sobre todo en 1996, experimentó la sociedad mexicana. Cada una de esas reformas respondió a sus circunstancias, pero la de 1996 fue crucial porque fue producto de una negociación abierta entre las diversas fuerzas y partidos políticos, allanando el camino para una competencia transparente, equitativa y debidamente arropada, en un sentido institucional, para acceder al poder. Muy a la mexicana, dimos un gran paso adelante y luego ya no le seguimos.
En estas décadas el país experimentó dos procesos contradictorios. Por un lado, la economía se modernizó y transformó, creando una plataforma extraordinaria de crecimiento en algunas regiones y sectores, pero también una serie de enormes rezagos y obstáculos para el resto. Por otro lado, junto a elecciones competitivas, la política experimentó una creciente degradación por la violencia e inseguridad imperantes, la impunidad con que actores públicos y privados actúan sin el menor rubor y la corrupción que todo lo corroe. Se sentaron las bases para la competencia política y la funcionalidad económica, pero no se construyeron las estructuras institucionales que le dieran permanencia y viabilidad a esos dos grandes logros.
La democracia florece cuando la sociedad se asume como ciudadanía, capaz de hacer valer sus derechos, lo que sólo es posible mediante instituciones sólidas, vitales y funcionales. Aunque se desarrollaron diversas instituciones, dos indicadores muestran que el resultado no es encomiable. Por un lado, la violencia e inseguridad demuestran que no se creó un sistema de seguridad y justicia idóneo para las circunstancias. Por el otro, nada ilustra mejor el déficit que la facilidad con que el gobierno actual ha destruido todo ese andamiaje con el que se pretendía que México accediera a la modernidad y la civilización.
La democracia es más que las elecciones: tiene que ver con los derechos ciudadanos, la justicia, la libertad de expresión, los pesos y contrapesos para el ejercicio del poder y los límites al potencial abuso por parte de los gobernantes. De hecho, en palabras del gran filósofo del siglo XX, Karl Popper, la democracia consiste en la certeza de que los gobernantes no abusarán de los ciudadanos. Y Popper hablaba de países con gobiernos funcionales, de lo cual el mexicano claramente no es un buen ejemplo.
En México la democracia se atoró en el primer escalón. En 1997, la primera elección federal posterior a la reforma de 1996, la oposición ganó la mayoría del congreso, a lo que siguió el triunfo de Fox en 2000. Dos sucesos excepcionales en un país que se había caracterizado por la estabilidad política pero no por la participación ciudadana. Sin embargo, nada, excepto el acceso al poder, cambió en la política mexicana. De hecho, la política se fue deteriorando en paralelo con el ascenso del crimen organizado, la ausencia de justicia y la corrupción cada vez más visible. Ahora con AMLO atacando al INE ya ni siquiera es evidente que la competencia por el acceso al poder esté garantizada.
El punto es que el país no está siendo gobernado y el clima de incertidumbre es incremental y cada vez más riesgoso, poniendo en entredicho la viabilidad de la economía y la funcionalidad de la política.
AMLO fue una respuesta de la sociedad a una realidad insostenible, pero su estrategia de volver a centralizar el poder es una solución pobre y, en última instancia, fútil, a un problema fundamental: cómo se va a gobernar el país. Este es el gran desafío hacia el futuro, pero no es la materia que concentra la discusión pública. Lo único evidente es que el control por una sola persona no es sólo inviable, sino extraordinariamente peligroso y pernicioso.
Cambiaron las formas y el discurso, pero no la realidad. Se pretendía que había contrapesos, pero los presidentes (cada uno con lo grande o chico de su visión y capacidad) siguieron ejerciendo el poder a su antojo. Se llevaron a cabo ambiciosas reformas durante el sexenio pasado, pero sin legitimarlas a través de la discusión pública, tal y como AMLO ha venido haciendo en sus temas prioritarios. El punto es que el país no está siendo gobernado y el clima de incertidumbre es incremental y cada vez más riesgoso, poniendo en entredicho la viabilidad de la economía y la funcionalidad de la política. A meses de que comience el proceso formal de sucesión presidencial, es cada vez menos claro que las elecciones de 2024 vayan a ser limpias y reconocidas.
Los procesos electorales son apenas el primer escalón en la construcción de una democracia funcional y exitosa tanto en lo económico como en lo político. México se quedó atorado en ese primer paso, que ahora ha quedado en un limbo por las contradictorias reformas electorales que se pretenden imponer como aplanadora, como en el pasado distante y el cercano. La gran interrogante, viendo hacia el futuro, es cómo se va a salir del hoyo en que este gobierno habrá dejado al país.
El país se encuentra muy dividido, el gobierno modifica prácticas que habían sido clave para la estabilidad política e incurre en riesgos cada vez más elevados en el ámbito político, especialmente el de la sucesión. Para quienes apoyan ciegamente al presidente, estos no son temas relevantes, pero para quienes nos preocupa la construcción de un país exitoso, menos violento y con más equidad, no hay asunto más trascendente.