Confusiones

Po Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma

La vecindad es no sólo complicada sino también extraordinariamente contrastante. Aunque la región fronteriza entre México y Estados Unidos constituye un espacio excepcional, distante tanto de la Ciudad de México como de Washington, la realidad es que se trata del punto de conflagración más crítico a la luz del año 2024, momento en que coincidirán las elecciones presidenciales de México y Estados Unidos. Ahí van a converger los miedos de los estadounidenses con las fallas del obradorismo, y el resultado es todo menos certero.

Octavio Paz escribió que la frontera marca una diferencia cultural más que geográfica, un encuentro de civilizaciones contrastantes. Nada ilustra esto mejor que la forma en que el gobierno mexicano ha respondido ante el creciente clamor estadounidense por que México enfrente sus problemas de seguridad, control fronterizo y migración. No hay ni la menor duda de que las llamadas de legisladores y gobernadores estadounidenses tienen una evidente connotación política y electoral encaminada a atraer a sus propios votantes, pero eso no altera el hecho de que lo que impacta a los mexicanos no son los discursos de figuras prominentes estadounidenses, sino la extorsión y violencia que afectan a prácticamente toda la población. Envolverse en la bandera es muy emotivo, pero eso en nada cambia el reino de la impunidad y miedo en el que viven prácticamente todos los mexicanos.

Igual de evidente es el sesgo que el gobierno actual le ha imprimido a la estrategia hacia Estados Unidos. Reconociendo, así sea de manera implícita, que la geografía es inalterable, el gobierno ha mantenido una política un tanto esquizofrénica hacia el vecino del norte: miedo respecto a Trump, desdén hacia Biden; desinterés por las reglas del juego inherentes al T-MEC vs. respuestas particulares ante el riesgo de que los americanos emprendan acciones punitivas; control de la migración centroamericana, pero parálisis ante la crisis migratoria que percola a lo largo de la frontera. Si fuese posible, el gobierno habría distanciado a México de Estados Unidos; como esa no es una opción, hace lo posible por provocarlo. El riesgo radica en que, cuando las cosas se compliquen, opte por detonar el equivalente de una bomba nuclear. No es un riesgo pequeño o menor.

Lo fácil es envolverse en la bandera y tirarse (metafóricamente) del castillo de Chapultepec, pero eso no cambia las circunstancias de una región en la que unos dependen de los otros.

La solución a los problemas de México no reside en la presencia de tropas (o asesores) estadounidenses en nuestro territorio, pero igual de obvio es que muchos de los problemas centrales que caracterizan a México no pueden ser atendidos sin la concurrencia de los estadounidenses, ni se pueden divorciar de la realidad de ese país. Lo fácil es envolverse en la bandera y tirarse (metafóricamente) del castillo de Chapultepec, pero eso no cambia las circunstancias de una región en la que unos dependen de los otros.

La situación recuerda a la muy repetida frase de Marx en el sentido que la historia se repite, la primera vez como tragedia, la segunda como farsa y ahora estamos en la etapa de la farsa. Similares disquisiciones tuvieron lugar en los ochenta y la decisión final entonces fue que era imposible resolver problemas clave de México sin la concurrencia del gobierno estadounidense.

La noción de que es posible divorciar a los dos países es no sólo nostálgica, sino falaz, meramente ideológica. El verdadero problema de México, que se exacerba por el hecho de la vecindad, radica en la existencia de un gobierno que no tiene capacidad (o disposición) para resolver problemas tan elementales como los de seguridad, justicia y crecimiento económico, todos ellos críticos para salir adelante.

La respuesta visceral es siempre de ataque ante las acciones (casi siempre sólo discursivas) del lado estadounidense, pero eso no resuelve el problema que se enfrenta en México, que no es de drogadicción o fentanilo, sino de la seguridad más elemental que le ha sido negada a la población. No tengo ni la menor duda que las armas que vienen de Estados Unidos contribuyen, incluso de manera decisiva, a afianzar el poder de los narcos, pero el problema mexicano no es ese. Como en tantas otras cosas que caracterizan a la relación bilateral, sea esto de manera directa o indirecta, las armas son un factor meramente incidental.

El presidente sueña con restaurar el viejo sistema político y ha dedicado su gobierno, en su totalidad, a ese propósito. Sin embargo, en lo que toca al asunto de la relación bilateral y de seguridad, el viejo sistema es irreproducible. A mediados del siglo pasado el gobierno federal era hiper poderoso, lo que le confería la posibilidad de imponerle condiciones y límites a los narcos de aquella época, todos ellos colombianos. Hoy los narcos son mexicanos, tienen regiones enteras bajo su control y el gobierno federal es un enclenque. Peor cuando se acentúa la debilidad al limitar la capacidad de acción del Ejército y la Marina. Mucho peor, porque ese es el asunto de fondo, cuando no se invierte en la construcción de un sistema de seguridad de abajo hacia arriba, el único susceptible de modificar la realidad de impunidad y violencia en el largo plazo.

La vecindad es una realidad inalterable. La pregunta es si México la verá como una oportunidad o como una maldición. Como con Marx, hemos vuelto a la era de la maldición. La única que funciona es la de la oportunidad.