Conciliar

Por Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma

El gran reto para el futuro del país radica en conciliar, o reconciliar, a una sociedad que se siente herida pero por circunstancias y razones que parecen irreconciliables. La realidad, las percepciones y las emociones jalan en direcciones opuestas, creando un caldo de cultivo perfecto para el entorno de conflicto –y, potencialmente, violencia– que hoy nos caracteriza. La gran pregunta es cómo salir de ese hoyo.

La dinámica de la polarización se origina en la estrategia presidencial, pero sus raíces se remontan a una larga historia que es tan vieja como la colonia y tan reciente como las promesas de democracia, desarrollo y transformación (respectivamente) de las últimas décadas. Unos gobiernos emprendieron profundas reformas, otros se limitaron a ofrecer grandes transformaciones, pero el resultado de varias décadas de promesas incumplidas o insatisfechas fue el entorno que hizo posible la acumulación de enojos y resentimientos que yacen en el corazón de la sociedad mexicana.

Independientemente de la viabilidad o factibilidad de las promesas que acompañaron a la agenda de los diversos sexenios, el hecho tangible es que el país ha experimentado cambios sumamente profundos, pero el desarrollo integral que yacía detrás de la oferta que diversas administraciones plantearon está todavía lejos de haber llegado. Pero las insuficiencias que existen tienen dos facetas distintas y contrastantes que generalmente se ignoran: el México insatisfecho por lo que se prometió pero no se ha alcanzado y que se siente agraviado y vejado, sea ello por ofensas históricas o por percepciones de inequidad en los resultados.

Para unos, quizá la mayoría de la población, las promesas se desvanecieron en el aire porque no se materializaron en la forma de una vida idílica que es típica del discurso de campaña, pero poco realista en la vida cotidiana. Suponer que la vida de una familia campesina en la sierra de Oaxaca iba a mejorar en un sexenio sin acciones dedicadas específicamente a esa región y circunstancia (algo que nunca se materializó) era absurdo. Sucesivos gobiernos han implementado diversas estrategias para el desarrollo, pero ninguno ha encarado las lacras políticas que mantienen pobre y rezagada a una enorme porción de la población, especialmente en el sur y sureste del país. En esa región no hay gasoductos que pudiesen alimentar un desarrollo industrial, ni carreteras que pudieran hacer posible llevar al mercado nacional e internacional los productos de lo que podría surgir una próspera y floreciente agroindustria. En una palabra, la retórica ha sido generosa, pero las acciones requeridas han brillado por su ausencia. Los resentimientos históricos que de ahí emanan son lógicos e inexorables.

La pregunta relevante es a qué o quién beneficia una estrategia que no tiene más resultado que el de concentrar el poder en una persona sin mejorar la vida de la ciudadanía, en cualquiera de los dos lados del cisma nacional…

Pero también hay otro México, un segmento nada pequeño, que ha visto su vida mejorar, pero donde el ritmo de avance ha sido insuficiente e insatisfactorio. Estados como Aguascalientes y Querétaro, por citar dos de los casos más exitosos en términos de crecimiento económico –han quintuplicado o sextuplicado sus economías en las pasadas décadas– evidencian enorme frustración por todo lo que el acontecer político les impide materializar. Los ciudadanos de esas latitudes, y de prácticamente todas las zonas urbanas del país, tienen meridiana claridad de las oportunidades que tienen frente a sí, pero que son inasibles dada la ineptitud –o indisposición– de los liderazgos políticos –locales y nacionales– para resolver entuertos y obstáculos evidentes que impiden el progreso.

El punto es muy simple: hay muchas y obvias razones para el enojo y la desazón que se manifiesta de diversas maneras en el país y que alimenta y hace viable una estrategia de polarización como la que ha seguido el gobierno actual. Sin embargo, la pregunta relevante es a qué o quién beneficia una estrategia que no tiene más resultado que el de concentrar el poder en una persona sin mejorar la vida de la ciudadanía, en cualquiera de los dos lados del cisma nacional. La agudización del conflicto genera popularidad y lealtad (ambos inevitablemente finitos) pero no resuelve los problemas que afectan y hieren a ninguna de las dos mitades de la sociedad mexicana, los resentidos y los insatisfechos.

En la medida en que nos acercamos al momento de sucesión presidencial, esos dos Méxicos estarán cada vez más en la palestra de la discusión nacional. Una posibilidad, así sea fútil, radicaría en perseverar en la estrategia de polarización. Otra, más eficaz y provechosa, sería encontrar medios para sumar y encabezar no sólo un proceso de reconciliación nacional, sino sobre todo de ataque a los factores que han imposibilitado la solución de los problemas que aquejan al país.

Gane quien gane el año próximo, las expectativas de la población no disminuirán, y en la era de la ubicuidad de la información, esas expectativas tienden a exacerbarse porque toda la ciudadanía, independientemente de donde radique, sabe que es factible una vida mejor. También sabe que es la política, o los políticos, lo que les impide alcanzarla. Como dice David Konzevik, “en tiempos de revolución de expectativas, el presidente tiene que ser un Maestro de la Esperanza.”

A México le haría mucho bien que el próximo presidente escoja la paz y la reconciliación sobre la venganza.