Cómo termina esto
Por Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma
El problema de las apuestas es que éstas son binarias: todo o nada. Cuando un gobierno juega a las apuestas, como quien juega con fuego, puede acabar mal. Por tres años, el presidente ha apostado a una serie de factores que, hasta ahora y a pesar de la pandemia, le han salido esencialmente bien. Lo que nadie puede saber es si esos mismos factores seguirán siendo favorables. Las apuestas pueden salir bien, pero no por eso dejan de ser apuestas. Y también pueden salir mal…
El gobierno del presidente López Obrador ha hecho tres apuestas fundamentales: primera, los proyectos de infraestructura (la refinería, el tren y el aeropuerto) como fuentes de crecimiento económico, a lo que se suma la pretendida revitalización de Pemex. Estas iniciativas han avanzado contra lluvia y marea, pandemia y recesión, gracias a la convicción del presidente de que así se construye el futuro y se afianza su ansiada transformación.
La segunda apuesta es a la mejoría en los niveles de vida de la población que ha sido su base electoral (no siempre la más pobre o necesitada), y que confía garantice la continuidad político-electoral de su proyecto de gobierno. Esa población refrendó su apoyo en las recientes justas electorales, pero probó no ser suficiente para lograr el objetivo último de garantizar la continuidad o legitimidad del proyecto.
La tercera apuesta es a la estabilidad económico-financiera del país, medida esencialmente en la forma del tipo de cambio. Lo que muchos consideran una obsesión, particularmente quienes argumentaron con insistencia (muchos de ellos persuasivos) por un mayor gasto durante la pandemia, es producto de un cálculo político frío que se resume en la famosa frase de que “el presidente que devalúa se devalúa”. Para el presidente es claro que esta variable es trascendente para toda la sociedad mexicana y que, por lo tanto, es factor esencial en su proyecto.
La complejidad que caracteriza a la economía mexicana del siglo XXI es tal que ningún gobierno puede pretender controlar todas sus variables o conducir todos sus procesos.
Más allá de quejas y vítores, el proyecto presidencial ha sido exitoso en sus términos. Si bien no se han corregido los males que impulsaron su candidatura (como inseguridad, corrupción, crecimiento o pobreza), el mero hecho de que el país haya logrado navegar por las aguas turbulentas de la pandemia con el agudo empobrecimiento que implicó, le granjeó un resultado electoral infinitamente menos pernicioso a Morena de lo que pudo haber sido.
El problema de la segunda mitad de un sexenio es que ese es el tiempo de cosechar lo sembrado en los años previos y este gobierno no va a tener muchos frutos que recolectar. Los proyectos de infraestructura no son particularmente sólidos o con efectos multiplicadores de beneficios para la economía en su conjunto y hasta es posible que acaben como elefantes blancos; por su parte, en lugar de ser una fuente de demanda y crecimiento como lo fue en los 70, Pemex es un drenaje interminable de recursos fiscales y, en todo caso, ya no tiene (ni jamás tendrá) el peso relativo que tuvo hace medio siglo y menos en una economía tan distinta. La complejidad que caracteriza a la economía mexicana del siglo XXI es tal que ningún gobierno puede pretender controlar todas sus variables o conducir todos sus procesos. Peor, la concentración de poder que yace en el corazón de la estrategia gubernamental constituye un freno a la inversión y al crecimiento. Para colmar el plato, el gobierno no ha hecho nada para combatir males como la corrupción o la inseguridad, factores que, de haberse disminuido, habrían sido, en sí mismos, enormes atractivos políticos y sociales para el desarrollo de largo plazo del país.
En adición a lo anterior, mucho de lo que facilitó la estabilidad en el trienio que concluye tiene menos que ver con el manejo interno que con los mercados financieros internacionales, que han sido especialmente favorables. No me queda duda alguna que mucho del apoyo que sigue logrando el presidente depende de esa estabilidad económica, pero a ésta se aúna la naturaleza profunda del electorado. Los mexicanos entienden lo limitado de sus opciones y por eso responden a los regalos que distribuyen los políticos (incluidas las transferencias) por razones electorales, lo que prueba su sagacidad, pero no necesariamente sus convicciones: acaba siendo un mero intercambio de favores.
En una palabra, el apoyo electoral es más volátil de lo que los políticos suponen y el presidente ha actuado bajo el supuesto de que puede eliminar mucho del gasto tradicional (como en salud o estancias infantiles) para dedicarlo a sus clientelas y a la vez esperar que el contexto internacional le seguirá favoreciendo. Pero ¿qué pasa si estas premisas resultan ser erradas?
Por un lado, hoy no resulta inconcebible que la Fed, el banco central estadounidense, comience a elevar las tasas de interés, lo que de inmediato repercutiría sobre el tipo de cambio peso-dólar. De la misma forma, en la medida en que vayan desapareciendo las enormes transferencias que ha realizado el gobierno americano por la pandemia, se reducirán las remesas. Por otro lado, dado el desfavorable entorno para la inversión, no hay razones para anticipar que la economía mexicana experimente un mejor desempeño. Y eso si la inseguridad no explota.
Al final del día, todo seguirá dependiendo de apuestas, como siempre.