¿Caro o barato?
Por Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma
El desconcierto es justificado porque buena parte de la población vive en un mundo de miedo o enfado, ambos malos consejeros pero que, en la era de las redes sociales, son no sólo ubicuos, sino dominantes. Peor, mientras que antes unos –el enfado y el miedo, respectivamente– permitían atenuar al otro, el efecto de vivir en comunidades digitales autocontenidas que no se comunican mayormente tiene el efecto de reforzar la emoción y la comunidad. ¿Cómo, en este contexto, dilucidar los grandes asuntos que están en la palestra nacional?
El INE es objeto de permanente crítica y oprobio. Desde su formalización como entidad autónoma en 1996, prácticamente no ha habido gobierno que no le haya metido mano al complejo electoral, usualmente para ajustar las reglas a sus intereses, ejercer venganza contra los integrantes del Consejo de las instituciones respectivas (INE y TEPJF) o intentar apaciguar a algún actor en particular. Ahora llega precisamente ese actor a querer meterle mano una vez más.
La queja respecto al INE es triple: primero, que es muy costoso; segundo, que aplica las reglas de manera sesgada, y tercero, que no se subordina a quien obtiene el mayor número de votos. Sintomático de la naturaleza profunda de este tercer elemento es que tanto Felipe Calderón en 2006 como Andrés Manuel López Obrador en 2018 le reprochan exactamente lo mismo. Por más ruido que haya, esto último es prueba contundente de la imparcialidad del árbitro electoral. Además, comparado con el gobierno federal, el INE es un modelo de eficacia y probidad y así lo reconoce la ciudadanía.
Por el lado financiero, es evidente que el costo del sistema electoral es enorme, pero habría que recordar la razón por la cual se creó el sistema, que llevó a que se consolidara en el texto constitucional para que no se politizara su financiamiento. El costo del sistema electoral incluye tanto a la estructura de las dos entidades como las subvenciones a los partidos políticos, éstas últimas producto del objetivo de replicar el esquema europeo en el cual el gobierno financia a los partidos, en contraste con el estadounidense en que todo el financiamiento es privado. En este rubro, no hay que perder de vista que una consecuencia de un sistema financiado por el Estado es que hace posible que los partidos se distancien de los ciudadanos, pues no los necesitan para nada, excepto el día del voto. No muy democrático, pero muy real.
En países con un elevado nivel de confianza entre los ciudadanos y de éstos con sus instituciones (pienso en la mayoría de las naciones europeas), los sistemas electorales son muy simples y funcionan con los aparatos administrativos existentes. En EUA cada estado tiene su propio sistema y las disputas en los últimos años son interminables, reminiscentes de los años 80 en México.
En sentido contrario a lo que afirma el presidente, la aplicación imparcial de las reglas es lo que ha evitado una conflagración política.
El origen del entramado electoral en México es precisamente el de la aplicación de las reglas. El INE independiente fue la una respuesta diseñada para garantizar la limpieza y conferirle certeza a la ciudadanía frente al mar de disputas electorales (usualmente poselectorales) que caracterizaron a los 80 y 90. Su complejidad fue producto, como se decía en esa época, de las enormes desconfianzas que albergaban los diversos partidos entre sí, que AMLO ha retrotraído.
El hecho tangible es que, con excepción de 2006, desde 1997 prácticamente no ha habido disputas en esta materia. En sentido contrario a lo que afirma el presidente, la aplicación imparcial de las reglas es lo que ha evitado una conflagración política.
Estas circunstancias explican la naturaleza de la acometida actual: venganza y control. Venganza por la inflexibilidad del Consejo del INE, es decir, por no ceder ante el presidente; y control porque eso es lo que es compatible con el modelo de concentración del poder que lo anima. Como partido en el poder, Morena y su jefe quieren hacerse del control del INE para quedarse en el poder, o sea, reproducir el viejo esquema priista del siglo XX.
El problema es que estamos en el siglo XXI. La disputa política es cada vez más compleja, ocurre en cada vez más pistas (incluyendo las digitales) e involucra a muchos más actores, entre ellos a los “informales” que intervienen sin recato para imponer su voluntad, todo ello bajo la aquiescencia del presidente. En lugar de que los actores acepten las reglas del juego, compiten para redefinirlas. En su extremo, esto lleva a la ley de la jungla.
Przeworski (Why Bother With Elections), un estudioso de estas materias, afirma que las elecciones son una forma civilizada y pacífica de dirimir conflictos “que siempre ocurren a la sombra de una guerra civil”. Sin INE, los mexicanos estaríamos al borde de la guerra todo el tiempo, máxime cuando cada partido, pero especialmente Morena y su líder, consideran que México es una democracia exclusivamente cuando ganan.
Es comprensible la percepción de que es necesario reducir el costo de las instituciones electorales pero, antes de que nuestros dilectos próceres políticos procedan, valdría la pena contemplar los escenarios de conflicto (y violencia) que eso desataría. Gobernar un volcán en erupción sería mucho más complejo de lo que imaginan y provocarían justo lo que dicen temer.