¿Cambio de régimen?
Luis Rubio (@luisrubiof) | Reforma
El gobierno y sus acólitos afirman que con su elección se dio un cambio de régimen, lo que explica (y justifica) todas las tropelías, excesos y problemas que hoy caracterizan a la economía y a la sociedad. De acuerdo con esta tesis, el actuar de la administración se deriva de un cambio en las reglas del juego, reflejando a la nueva coalición gobernante. Por consiguiente, lo que tiene lugar en el acontecer nacional es una nueva realidad política con lo que eso implica en términos de decisiones, criterios y acciones.
Me parece que hay tres elementos que deben ser analizados para evaluar lo que de hecho ha acontecido: en primer término, determinar si, en efecto, se ha dado un cambio de régimen; en segundo lugar, analizar qué es lo que ha hecho el gobierno en la práctica y qué implica esto; finalmente, evaluar el resultado.
Nadie como Leonardo Morlino, el decano de los estudiosos de cambios de régimen, para determinar cuándo tiene lugar un cambió así: “Hay un cambio de régimen cuando, en adición al colapso de las características clave del autoritarismo, todos los componentes de la definición minimalista de democracia son instalados”. (Changes for Democracy: Actors, Structures, Processes). Para determinar si éstos se han completado, Morlino emplea un conjunto de mediciones que incluyen: si el gabinete cuenta con funcionarios de un partido o representa una coalición; si el ejecutivo domina al legislativo; si las relaciones entre las instituciones gubernamentales se vinculan de manera plural o corporativista con los diversos grupos de interés de la sociedad; y el grado de centralización del poder.
Por supuesto, no existe una medida específica o única que determine si un sistema político es democrático o autoritario o cuándo se ha dado un cambio de régimen que afiance la democracia. Se trata de elementos cualitativos que se apoyan en mediciones cuantitativas, pero el punto de fondo es uno que, con el perdón de Morlino, se puede evaluar de acuerdo a una vieja medida: en las dictaduras los políticos se burlan de los ciudadanos, en tanto que en las democracias, son los ciudadanos los que se ríen de los políticos. El problema de estas mediciones –cómicas o analíticas- es que no nos ayudan mucho porque el sistema político mexicano tradicional era tan poderoso que aguantaba la burla sin ser una democracia.
Si por cambio de régimen se entiende no la definición de Morlino sino la recreación de las formas gubernamentales de hace medio siglo, los mexicanos estamos experimentando es una regresión en materia democrática.
En términos prácticos, el régimen post revolucionario experimentó diversas adecuaciones a lo largo del siglo XX, concluyendo con la incorporación de un sistema electoral profesional y ciudadanizado que permitió la alternancia de partidos en el poder. Esas alternancias crearon amplios espacios para la libertad de expresión y la competencia política, pero no modificaron la esencia del régimen, todavía hoy con Morena dominado por una clase política con acceso a privilegios y beneficios que son ajenos a los del conjunto de la población.
Lo que sin duda cambió con el gobierno del presidente López Obrador es la composición de la coalición política que lo sustenta, de la cual se deriva una manera distinta de hacer política y de decidir la asignación de presupuestos y prioridades. Ese cambio ha sido muy pronunciado, sobre todo porque ha venido acompañado de la eliminación (real o virtual) de instituciones que se habían constituido para (supuestamente) acotar el poder de la presidencia. Sin embargo, si uno analiza el ejercicio cotidiano del poder que caracteriza a la actual administración, éste no es muy distinto al de sus predecesores: aunque no se menciona el término, el uso de las otrora denominadas facultades “metaconstitucionales” de la presidencia es cotidiano (de hecho, mucho mayor al pasado reciente); la exigencia de lealtades por encima de cualquier otro valor es ubicua; la discrecionalidad (y, por lo tanto, arbitrariedad) en el actuar gubernamental es superior a cualquier cosa vista desde los 80; y la construcción de clientelas con dinero público es clave, al igual que la impunidad absoluta para los cercanos a la administración.
Si por cambio de régimen se entiende no la definición de Morlino sino la recreación de las formas gubernamentales de hace medio siglo, los mexicanos estamos experimentando es una regresión en materia democrática en un país donde la democracia nunca cuajó más allá de lo electoral (por fundamental que eso sea). El ejercicio unipersonal del poder no constituye un nuevo régimen, sino la recreación del viejo que, en realidad, nunca se fue. Se trata, a final de cuentas, de la misma gata pero revolcada.
El problema del intento por recrear el viejo sistema político no radica en su inviabilidad (como se puede observar en los pésimos resultados económicos y de salud, por citar dos obvios), sino en su incompatibilidad con el siglo XXI. El viejo sistema funcionó porque empataba con un momento del mundo en que los gobiernos eran todopoderosos; en el mundo digital del siglo XXI dominan los mercados, la integración de líneas de producción y las decisiones de individuos. A uno puede gustarle o disgustarle esto, pero el choque entre estos dos factores –el nuevo-viejo sistema político y la forma de funcionar de la economía en el siglo XXI– explica cabalmente el estancamiento que hoy vivimos. Y no hay razones para anticipar que esto mejore después de la crisis sanitaria actual.