(A)normalidad
Por Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma
Los radicales –de cualquier color– tienden a percibirse como avanzada de una sociedad que comparte su verdad y desea una transformación cabal y ahora. Pero eso choca con una verdad obvia: la mayoría de la gente no quiere otra cosa más que vivir de manera normal: trabajar, gozar de seguridad, educar a sus hijos y disfrutar la vida de la mejor manera posible. La noción de normalidad recurre, de manera natural, a la nostalgia por los “buenos tiempos” de antaño, pero no por eso deja de tener relevancia para la mayoría de la población y, por lo tanto, entraña consecuencias políticas.
En palabras llanas, ¿hasta dónde se puede estirar la liga en una sociedad que, si bien prefiere algo mejor, tampoco está dispuesta a romper con todo lo existente? El país –y, en muchos sentidos, el mundo– padece una serie de crisis, desajustes y contradicciones que son producto de los choques inevitables entre expectativas y realidades, promesas e incumplimientos. Las tensiones causadas por estos desencuentros son materia prima natural para la política, que además se exacerba en tiempos electorales.
“La supuesta crisis de la política –dice Daniel Innerarity– no es otra cosa que una crisis de la apoteosis moderna de las seguridades ideológicas, cuyo antiguo garante es hoy más contingente que nunca. Pienso que nos corresponde hoy desarrollar unas nuevas disposiciones para pensar y llevar a cabo otra política, sin heroísmo, pero más responsable y democrática. Tal vez lo normal no sea la confrontación ideológica en la que se han formado nuestras habituales disposiciones políticas, y puede que la actual falta de ética, la desconfianza frente a la política o las dificultades de gobernabilidad constituyan la nueva normalidad, fuera de la cual no haya sino nostalgia.”
Crisis o no, nadie puede dudar de la creciente complejidad que caracteriza a la vida cotidiana, amenizada de manera habitual por la retórica política y sus repetidores. La suma de cambios en la forma de trabajar, los altibajos en la demanda de bienes y servicios a los que se dedica la población, las subidas en los precios y la incontenible verborrea que emana de políticos, influencers, youtubers, aspirantes a candidaturas y del trajín urbano crea un entorno de conflicto y angustia. Si a esto se agrega la efervescencia que producen los procesos políticos de nominación de candidatos y luego las campañas, la noción de normalidad acaba siendo claramente nostálgica. El mundo que vivimos es uno de choques y desajustes constantes.
Lo que hoy tenemos en México es un conjunto de fuerzas ferozmente opuestas, todas ellas creyentes que les asiste legitimidad, seguramente por derecho divino, frente a la absoluta ilegitimidad de las demás…
Los precandidatos y sus partidos tienen buenas y malas ideas para lidiar con los problemas que enfrenta el país, pero en lugar de propugnar por soluciones, tienden a la descalificación porque su misión, especialmente en el grupo en el gobierno, no es la de gobernar, sino la de perpetuarse en el poder. Mientras que el país requiere una visión de desarrollo, los políticos ofrecen una propuesta de poder. Al desacreditar al contrincante como traidor y antipatriota (igual en las contiendas internas que en las constitucionales), triunfan los extremistas y pierde el ciudadano y el país. Lo que debería ser anormal acaba siendo no sólo normal, sino la realidad sistémica.
Las luchas intestinas que han confrontado al Poder Legislativo con la Suprema Corte no son más que manifestaciones de los desajustes que vive México, pero también del enfrentamiento de dos maneras de ver al mundo y a la ciudadanía. Unos creen que el poder que recibe el Ejecutivo a través del voto ciudadano le da plenas facultades para mandar e imponer su visión del mundo; otros ven al sistema de separación de poderes, que aparece desde la primera constitución de 1824, está ahí para evitar excesos y proteger a las minorías. La presunción debiera ser que ambas maneras de entender la realidad son legítimas, pero el acontecer diario de los últimos tiempos demuestra que se trata de perspectivas irreconciliables. La pregunta es si nos encontramos ante una excepción o frente al comienzo de una nueva normalidad.
Lo que hoy tenemos en México es un conjunto de fuerzas ferozmente opuestas, todas ellas creyentes que les asiste legitimidad, seguramente por derecho divino, frente a la absoluta ilegitimidad de las demás. Para Lord Acton, ese gran estudioso y practicante del poder, que acuñó la famosa frase de que el poder corrompe, la gran confrontación reside en que la libertad demanda separación de poderes en tanto que el absolutismo requiere de su concentración. Cuando la oferta política es de descalificación de los contrapesos, la libertad y, por lo tanto, la oportunidad del desarrollo, se desvanecen.
Innerarity concluye con que “hay que despedirse de los consensos absolutos, los disensos definitivos, las contraposiciones rígidas entre los nuestros y los otros. Nos hacen falta proyectos sin predeterminación, que no estén a salvo de la crítica, ni sean incontestables, que no proporcionen seguridades absolutas ni protecciones completas.”
México está en vilo, en transición hacia un nuevo estadio. La incógnita es si se tratará de una nueva normalidad, una nueva realidad cambiante pero dentro de marcos de referencia compatibles con el desarrollo y la paz, o si, por el contrario, los años recientes anuncian un proceso de destrucción permanente y sistemática. La diferencia no es menor…