TLC

Por Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma

A sus treinta años, el Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (y su segunda iteración en la forma de T-MEC) ha sido el instrumento más exitoso de transformación económica con que haya contado el país en su vida como nación independiente. Se dice fácil, pero en las últimas décadas se logró conferirle estabilidad a la economía y al tipo de cambio, dos factores que por siglos parecían inalcanzables. Aunque hay muchas quejas y críticas con relación a este tratado, la mejor manera de evaluarlo sería imaginando qué habría sido de México en ausencia de este instrumento.

Tres objetivos motivaron la negociación de lo que acabó siendo el TLC, NAFTA en inglés. Los primeros dos eran de carácter económico y el tercero de orden político. Se buscaba promover el comercio internacional del país con el objetivo de modernizar a la economía mexicana y generar una fuente de divisas que permitiese pagar por las importaciones que se realizan de manera cotidiana. En segundo lugar, se buscaba promover la inversión extranjera a fin de elevar la tasa de crecimiento de la economía, como medio para crear nuevas fuentes de riqueza y de empleo y, de esta manera, reducir la pobreza.

Los números muestran que el éxito en ambos rubros ha sido dramático: México se ha convertido en una potencia exportadora de manufacturas y esas exportaciones financian el crecimiento del conjunto de la economía. Es decir, las exportaciones son el principal motor de la economía mexicana y constituyen una fuente confiable de divisas, que es parte importante de la explicación por la cual el tipo de cambio se ha mantenido estable en estos años (el otro elemento son las remesas). Por su parte, la inversión extranjera ha crecido año con año, incluso en un entorno tan hostil para ésta como el que ha promovido la actual administración. Un entorno más favorable, particularmente en el contexto del llamado “nearshoring”, podría elevar esos índices de manera extraordinaria (y, con ello, las fuentes de empleo y creación de riqueza).

El TLC permitió despolitizar las decisiones empresariales, contribuyendo al desarrollo de empresas e industrias de clase y competitividad mundiales. Aunque está todavía lejos de beneficiar a todos los mexicanos, su éxito es tan abrumador que sus limitaciones acaban siendo intrascendentes en términos relativos…

El tercer objetivo era de carácter político: se buscaba despolitizar la toma de decisiones gubernamentales relacionadas con la inversión privada. El TLC constituía una camisa de fuerza para el gobierno, toda vez que lo comprometía a una serie de disciplinas y lo limitaba en su capacidad de acción arbitraria y berrinchuda. Al firmar el tratado, el gobierno mexicano se comprometía a preservar un marco regulatorio favorable a la inversión y al comercio exterior, proteger a la inversión privada y preservar un entorno benigno para el desarrollo económico. Estos propósitos surgieron luego de la expropiación de los bancos en 1982, situación que había creado un ambiente de extrema desconfianza entre los inversionistas tanto nacionales como extranjeros, sin cuya actividad el país no tendría posibilidad alguna de mejorar sus índices de crecimiento, empleo y reducción de la pobreza. En este contexto, el TLC permitió despolitizar las decisiones en materia de inversión privada, objetivo que sigue funcionando incluso con una administración que claramente preferiría que el TLC no existiera, pero del cual se ha beneficiado inmensamente. De hecho, el TLC fue pensado precisamente para un gobierno como el actual.

Por 24 años, con gobiernos muy distintos y con prioridades contrastantes, se preservó el TLC y se respetaron sus principios fundamentales. Desde esta perspectiva, el TLC logró cabalmente su cometido, como incluso muchos de sus más acérrimos críticos al inicio reconocen en la actualidad.

La crítica al tratado se origina en elementos que no tienen que ver con el TLC, esencialmente que no logró el desarrollo integral del país. La respuesta inevitable es más que obvia: el TLC es no más que un instrumento para el logro de objetivos específicos, todos los cuales se alcanzaron. Lo que no se alcanzó tiene que ver con todo lo que no se hizo para que el país efectivamente se desarrollara, desapareciera la pobreza y disminuyera la desigualdad, y eso, todo, tiene que ver con la ausencia de una política de desarrollo que habría implicado la consolidación de un Estado de derecho, la creación de un moderno sistema de seguridad pública y las concomitantes estrategias en materia de educación, salud y demás.

El TLC es un instrumento central para el desarrollo del país. Permitió despolitizar las decisiones empresariales, contribuyendo al desarrollo de empresas e industrias de clase y competitividad mundiales. Aunque está todavía lejos de beneficiar a todos los mexicanos, su éxito es tan abrumador que sus limitaciones acaban siendo intrascendentes en términos relativos. Pero el TLC no es, ni puede ser, un objetivo en sí mismo. El país requiere de una estrategia del desarrollo que lo asuma como uno de sus pilares, pero que vaya más allá: a la gobernanza, a la educación, a la infraestructura, a la seguridad, a la competitividad integral de la economía y de la población. En suma, a elevar la productividad general de la economía, pues sólo así se alcanzará el desarrollo. En ausencia de una estrategia de esa naturaleza acabaremos siendo un país perpetuamente dependiente de bajos salarios. Triste corolario para una institución tan visionaria y exitosa como ha probado ser el TLC.