El ‘narco’ no es culpable de toda la violencia política en México
Por Romain Le Cour (@romainlecour) | The Washington Post
En las elecciones locales del 5 de junio en México se registraron al menos 85 ataques contra personas políticas, 11 de ellas candidatas. Funcionarios y políticos hablaron mucho entonces de la violencia política y electoral, la cual se le atribuye a un culpable casi único: el narcotráfico. De acuerdo con estos diagnósticos, las razones de esta violencia tienen que ver con incentivos para los criminales: el candidato o funcionario es amenazado porque los cárteles buscan controlar rutas de tráfico de drogas, extorsionar presupuestos públicos e imponer a sus candidatos. En pocas palabras, capturar parte del Estado y dominar la vida política local, regional y nacional. La conclusión sobre la violencia es: fue el narco. Caso cerrado.
Sin negar el peso de las organizaciones criminales en la violencia electoral y política, la presunción de que estas sean las únicas responsables no es suficiente para explicarla. Al mismo tiempo que ofrece titulares periodísticos atractivos y explicaciones fáciles de digerir, provoca la despolitización y el empobrecimiento del debate. Cuando la violencia política es atribuida automáticamente al crimen organizado se deja de lado, por ejemplo, la posible participación directa o indirecta de actores públicos —funcionarios o fuerzas armadas—, así como el interés que pueden tener actores privados —empresarios, caciques, lideres sociales y más— en influir en las elecciones o la vida política, sobre todo a nivel local.
Más allá del disparo del sicario, no sabemos quién da la orden, quién recluta, por qué se ha mandado a matar…
De 2018 a lo que va de 2022, se han registrado en México 717 ataques, asesinatos, atentados y amenazas contra personas que se desempeñan en el ámbito político, gubernamental o contra instalaciones de gobierno o partidos, de acuerdo con la organización Data Cívica. El problema es que en México no hay una institución pública capaz de responder a las preguntas de “quién” y “por qué” se manda a amenazar o matar. La explicación de “fue el narco” surge de declaraciones policiales y reportes de prensa, que enseguida se transforman en sentencia. Mientras tanto, la investigación judicial, que le corresponde a las fiscalías, brilla por su ausencia. “El narco”es el culpable ideal pues cubre simultáneamente la autoría material e intelectual, el motivo y la sentencia.
Más allá del disparo del sicario —el último eslabón del servicio que se ofrece a quien paga por amenazar o matar—, no sabemos quién da la orden, quién recluta, por qué se ha mandado a matar y, finalmente, quién o quiénes se benefician del crimen.
Si incluimos a los periodistas en la violencia de naturaleza política, la Secretaría de Gobernación indica que “entre 40 y 45 % de las agresiones que recibe el gremio provienen de autoridades locales y municipales, y el otro porcentaje del crimen organizado”. En el contexto mexicano, no hay razón de suponer que no sucede lo mismo con candidatos y personal político electo, o personas defensoras y activistas sociales. Estas categorías de ciudadanos comparten por lo menos tres rasgos comunes: sus actividades tienen un impacto en la vida política y social, particularmente a nivel local; la perturbación de los equilibrios políticos locales los expone a amenazas, represión y violencia física; y es tal su grado de vulnerabilidad que el Estado ha diseñado, a lo largo de las últimas décadas, protocolos y mecanismos de protección para mitigar los niveles de violencia que enfrentan, por la simple razón de llevar una actividad de naturaleza política.
Ante estos niveles de violencia, necesitamos cuestionar lo que solemos entender como evidencias acerca de la relación entre el crimen y la política. La violencia ejercida contra actores políticos en México es sistémica, no yace en la voluntad individual de un sicario o de su jefe. Si fuera un tema de venganza personal contaríamos casos aislados, no decenas de agresiones y víctimas mortales. Lo que sucede es el uso de la amenaza y de la violencia como herramientas políticas, en manos de una variedad de actores públicos y privados, lícitos e ilícitos, y que se usan para proteger una posición de poder o facilitar el acceso a ella. Por eso se eliminan candidatos o alcaldes en función, activistas que defienden sus derechos, o periodistas que destapan arreglos y corrupción.
Entre abril y mayo del 2021, acompañé las actividades de candidatos electorales en los estados Michoacán y Guerrero, en el marco de las elecciones federales que se realizaron en el país, un proceso en el cual fueron asesinados 102 políticos.
Un candidato en Tierra Caliente, Michoacán, a quien por razones de seguridad solo llamaré Francisco, me dijo en ese momento que para entender las relaciones político-criminales, la búsqueda del “por qué” existe esta violencia importa menos que la identificación del “quién” la ejerce: “Aquí te amenaza tanta gente que ya ni te importa. Pero hay que darles importancia a ciertas amenazas y olvidarte de otras. Hay que saber leer muy rápido quién te está amenazando, con el apoyo de quién. Quiénes vienen en tu contra y hasta donde sube la amenaza. Que los malandros están metidos, pues claro, pero lo importante es quién está detrás de ellos: quién te manda matar”.
Desde antes, en septiembre del 2015, ya había hablado conmigo al respecto. Después de perder una elección, me señaló: “Competimos contra intereses que se fueron agrupando y no pudimos responder. Aquí es muy difícil que no se metan los grupos (delictivos), pero la pregunta es siempre la del huevo o la gallina: ¿La maña busca a la política, o al revés? En este caso, fue al revés. Nos ganaron porque mi contrincante y sus redes de apoyo buscaron a un grupo criminal para amenazarnos a mí y a mi equipo. Me secuestraron durante la campaña, pero los mismos que lo hicieron me dijeron: ‘No te queremos hacer daño, nomás que ahora andamos trabajando (para el candidato) y pues le tienes que bajar’”.
Dentro de la complejidad que caracteriza las relaciones entre el crimen, la violencia y la política, Francisco nos recuerda que las organizaciones criminales no existen sin alianzas y protecciones políticas, pero que estos vínculos son inestables. Sobre todo, no siguen un padrón rígido en el cual un actor domina absolutamente al otro. Las relaciones político-criminales no son un juego de suma cero: la ganancia de uno no implica la derrota absoluta del otro. El crimen no necesita derrocar al Estado para vivir, y viceversa.
Para entender lo que está en juego necesitamos salir de la hipótesis del “crimen contra política”, así como de las narcoexplicaciones. Necesitamos investigaciones por parte de los medios, de la sociedad civil y del Estado que vayan más allá de quién aprieta el gatillo de la pistola y nos permitan, finalmente, contestar quién manda a matar en México.