Un maxiproceso en México

Por Mara Gómez (@DoctoraMaraGo), Chrístel Rosales (@Chris_Ros) y Víctor Domínguez (@alejandroMXE) | Animal Político

Los procedimientos de investigación iniciados contra Emilio Lozoya Austin y Genaro García Luna, entre otros exfuncionarios, abogados y empresarios del más alto nivel imputados o acusados de delitos de corrupción o delincuencia organizada, traen de vuelta en la conversación pública una palabra cargada de resonancias: maxiproceso. ¿Están dadas las condiciones para realizar el primer maxiproceso genuino de nuestra historia?

El término se refiere a un esfuerzo de coordinación entre policía, fiscalía y jueces para situar los procesos judiciales en el contexto de una estructura organizada, en lugar de gestionarlos como crímenes individuales. Es la concepción de que el fenómeno del crimen organizado no puede existir sin la participación de un gran número de actores, incluidos servidores públicos, políticos y empresarios de alto perfil, y la desmitificación de la idea de que la actuación de la justicia se reduce una lucha entre el Estado y un grupo de “malhechores”. Esto no se ha quedado en el mundo de lo deseable; se ha puesto en práctica.

El caso italiano

Palermo fue el primer lugar en donde se realizó un proceso penal de esta naturaleza. Las investigaciones no sólo lo tocaron a “mafiosos”, sino que también llegaron a las más altas esferas del Gobierno, incluidos jueces y políticos de alto perfil. El 10 de febrero de 1986 inició un juicio en el que comparecieron más de 450 personas, todas ellas acusadas de pertenecer a una red de delincuencia organizada que abarcaba la totalidad del panorama social, político y económico de la Italia de aquella época.

Más de 350 acusados fueron condenados, entre los que se repartieron, de manera proporcional al grado de su participación en los crímenes, más de 2,500 años en penas de prisión, sin contar las cadenas perpetuas. Aquello no tenía precedentes en la historia de Italia, ni en la de ninguna otra parte del mundo; por ello, la sociedad italiana lo denominó Maxiprocesso[1].

El fenómeno de la mafia en Italia había sido desatendido durante décadas. Se perseguía de manera aleatoria y desorganizada por parte de autoridades que, la mayoría de las veces, habían sido corrompidas o amenazadas, lo que provocaba que las pocas condenas obtenidas fueran inútiles a efectos de combatir efectivamente al crimen así caracterizado. Las cosas comenzaron a cambiar cuando se tipificó la delincuencia organizada como un delito[2], hecho que posibilitó la valiente cruzada que emprendieron los jueces Giovanni Falcone y Paolo Borsellino en contra de la mafia siciliana[3].

El proceso pudo desarrollarse gracias a Tomasso Buscetta, un exjefe de la mafia con 40 años de experiencia. Se encontraba fugitivo de la justicia y cansado de huir; así que, entendiendo que podría obtener algún beneficio y protección, decidió cooperar con las autoridades. Buscetta pasó a ser el primer pentiti (arrepentido), lo que técnicamente era un collaboratori di giustizia, o sea, un testigo colaborador[4]. Detrás de él llegaron muchos otros pentiti que, buscando los mismos beneficios, aportaron información y pruebas valiosísimas para el proceso.

La pregunta es si contamos con el entramado legal e institucional, la capacidad instalada y la voluntad política necesarias para dar inicio al Maxiproceso mexicano.

En aquella época, tribunales, testigos y sociedad formaron una línea de resistencia; incluso los jueces tenían nombrados a suplentes por si les llegaban a asesinar, lo que de hecho ocurrió con frecuencia. Este grupo de jueces formó una suerte de pool antimafia con el cometido de compartir información de los casos relacionados con la organización y, así, coordinarse con fiscales y cuerpos de seguridad.

Se trataba de mandar un mensaje a la estructura delincuencial: que las instituciones del Estado estaban coordinadas y enfocadas en erradicarla; que no se trataba de una acción emprendida por un solo juez, un solo fiscal o un solo policía, sino por todo el sistema de justicia. Se trataba de detener el deterioro social, el alto grado de violencia y la ingobernabilidad que reinaban.

Pese a ello, muchos sectores asumieron una actitud crítica. Algunos señalaron que los acusados estaban siendo victimizados; otros, que se trataba de una venganza de los jueces. Algunos más sugirieron que las revelaciones de los pentiti no era la forma ideal de obtener pruebas para juzgar a otros, pues se trataba de miembros de la propia mafia que buscarían satisfacer venganzas personales. También se dijo que el proceso era tan vasto, que no otorgaba suficientes garantías procesales a todos los acusados; que era un intento de hacer “justicia en serie”.

Aunque con el tiempo una buena cantidad de las sentencias obtenidas en el Maxiproceso fueron revocadas en apelación con argumentos de dudosa juridicidad, esta forma de investigar y procesar a los miembros de una organización delincuencial dio carta de naturalización a una administración de la justicia que ha sido emulada, por su eficacia, en otros países.

Experiencia latinoamericana

Esta forma de juzgar ha servido de modelo para combatir situaciones de corrupción y violencia generalizadas, integrando investigaciones muy amplias de fenómenos complejos y de alcance trasnacional. El caso Lava Jato del Perú resulta particularmente interesante. Inició con la publicación de un documento del Departamento de Justicia norteamericano[5] en el que se revelaban sobornos de la empresa brasileña Odebrecht para obtener contratos de obra pública en varios países de Sudamérica y África.

Para indagar y castigar la corrupción en torno a este caso, la Fiscalía del Perú negoció y firmó acuerdos de colaboración con numerosos imputados, quienes han aportado pruebas y han señalado a otros implicados, a cambio de convertirse en “colaboradores eficaces”. Gracias a sus propios pentiti, el sistema de justicia del Perú ha obtenido resultados extraordinarios, como la prisión preventiva, comparecencia y arresto domiciliario de cuatro expresidentes, diversos alcaldes y exministros, algo inédito en el país y, de hecho, en todo el continente.

En Brasil, país de origen de la empresa Odebrecht, también se ha utilizado una estrategia parecida para desentrañar este caso de delincuencia trasnacional. La investigación produjo cientos de “acuerdos de colaboración” y 120 condenas en primera instancia. Más importante, se convirtió en una bola de nieve que ha arrastrado a buena parte de la clase política brasileña y que ha extendido sus ramas a lo largo de todo el continente.

Lozoya: ¿el pentiti mexicano?

Tanto la prensa como la sociedad civil han puesto de manifiesto la relación que existe entre parte de la clase política, los intereses económicos, la delincuencia organizada y la violencia. En años recientes se han iniciado investigaciones y llevado a prisión a dos exgobernadores, una secretaria de Estado, un connotado abogado y un importante empresario, por casos de corrupción. Sin embargo, ninguno de estos casos ha derivado aún en investigaciones de largo alcance que puedan encuadrarse en procesos en contra de la macrocriminalidad.

En este momento el caso que está en el foco nacional es el de Emilio Lozoya, en virtud de los recursos que los ejecutivos de Odebrecht le entregaron y que posiblemente utilizó para sobornar a legisladores y lograr que se aprobara la reforma energética de 2013. Lozoya ha sido expuesto por la Fiscalía como el pentiti mexicano que se ha ofrecido a revelar todo el entramado político para enjuiciar a sus excompañeros y a miembros de otros partidos, entre los que se encuentran tres expresidentes, exsecretarios de Estado, diputados, senadores y gobernadores en funciones.

La pregunta ahora es si contamos con el entramado legal e institucional, la capacidad instalada y la voluntad política necesarias para dar inicio al Maxiproceso mexicano.

El Código Nacional de Procedimientos Penales permite a la Fiscalía abstenerse de ejercer acción penal en contra de un imputado, con base en la aplicación de criterios de oportunidad. Ello procede, entre otros supuestos, “cuando el imputado aporte información esencial y eficaz para la persecución de un delito más grave del que se le imputa, y se comprometa a comparecer en juicio”[6], siendo necesario, en el caso de delitos fiscales y financieros, que además aporte información fidedigna que coadyuve a la investigación y persecución del beneficiario final del delito.

A su vez, la Ley Federal para la Protección a Personas que Intervienen en el Procedimiento Penal establece un programa que puede aplicarse cuando la Fiscalía lo considere necesario, y que permite otorgar medidas de protección a “quienes hayan colaborado eficazmente en la investigación o en el proceso”.[7] Para ello, las personas que se incorporan al programa deben suscribir un Convenio de Entendimiento que detalla las medidas de protección que se le otorgarán, así como las obligaciones que ésta asume[8].

México cuenta con un marco jurídico que ya posibilita la persecución de la macrocriminalidad de manera estratégica y que, en cierta forma, nos permite comprender el trato preferencial y las acciones que ha llevado a cabo la Fiscalía respecto del exdirector de Pemex, a quien hasta ahora se le acusa de asociación delictuosa, cohecho y operaciones con recursos de procedencia ilícita. Pareciera, por un lado, que se está buscando cumplir con el acuerdo celebrado con Lozoya —que consiste en ‘entregar’ a miembros de la organización más importantes: los probables destinatarios finales de los sobornos—; por el otro, que busca que aparezcan los siguientes testigos colaboradores que faciliten una investigación más amplia.

Sin embargo, la información revelada hasta ahora también evidencia que las autoridades enfrentan retos muy importantes. En primer término, la Fiscalía parece estar interpretando su autonomía como un aislamiento institucional. Como mencionamos, el Estado italiano tuvo que formar un pool antimafia integrado por jueces, fiscales y cuerpos de seguridad. En México, eso no parece estar ni cerca. Hasta hoy, los titulares de diversas dependencias, sobre todo de seguridad pública e investigación, han afirmado que la comunicación con la Fiscalía es prácticamente inexistente.

Hasta el momento, la Fiscalía no cuenta con órganos de vigilancia ciudadana ni con participación activa de la sociedad, lo que acentúa la opacidad que históricamente la ha caracterizado. Las audiencias deben ser públicas, así como la información que derive de los juicios. Si la ciudadanía no ve la justicia, tampoco va a creer en ella.

Pero aún más importante es el deber de la Fiscalía de investigar la conexión entre la delincuencia organizada “de cuello blanco” y la violencia, una de las deudas más importantes del Estado mexicano con la ciudadanía. Esto implica investigaciones de largo alcance, con pruebas que visibilicen redes, patrones y condiciones estructurales, así como indagar no sólo los delitos financieros y de corrupción, sino también su relación con los crímenes de lesa humanidad.

Si la Fiscalía ha tomado la decisión de colaborar con Emilio Lozoya, debe encaminar sus esfuerzos a la construcción de una teoría del caso sólida, que demuestre las relaciones existentes entre todos los miembros de la red criminal.

La Fiscalía debe comprender, en última instancia, que tiene en sus manos el proceso más grande de la historia de México y una oportunidad única para cambiar las formas en que se hace política con dinero público.

Está por verse si todo esto se usará sólo con fines electorales, o si realmente servirá para enjuiciar el modelo político y económico que ha imperado en México en las últimas décadas, y que ha acarreado tanta pobreza, desigualdad y violencia. La pregunta es si esto quedará en una mera simulación, o si realmente se tiene la voluntad política y la capacidad necesarias para que los casos relacionados con el ejercicio delincuencial del poder por fin sean enjuiciados en un maxiproceso.


[1] Maxiproceso, macrojuicio o megajuicio en español.

[2] Se trató de un logro del político de izquierda Pío De La Torre, quien propuso en 1980 que se legislara en este sentido. Meses antes de ver aprobada la ley fue asesinado por miembros de la mafia.

[3] Ambos jueces italianos, hoy considerados héroes de Italia, lograron concluir el Maxiproceso, pero fueron asesinados algunos años más tarde, presuntamente por la misma mafia; Falcone el 23 de mayo de 1992 y Borsellino sólo dos meses después, el 19 de julio del mismo año.

[4] Artículo 2, fracción X, de la Ley Federal de Protección a Personas que Intervienen en el Proceso Penal.

[5] Consultable en: https://www.justice.gov/opa/press-release/file/919911/download

[6] Código Nacional de Procedimientos Penales, artículo 256.

[7] Ley Federal para la Protección a Personas que Intervienen en el Procedimiento Penal, artículos 15,16, 17 y 18.

[8] Idem, artículos 27 y 29.