No es casualidad
Por Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma
En solidaridad con Nexos
Mark Twain afirmó: “Los reportes sobre mi muerte han sido altamente exagerados”. Lo mismo se puede decir sobre el capitalismo. Desde 2008 innumerables políticos, estudiosos y opinadores han asegurado que el capitalismo quedó moribundo. Doce años después, la pandemia ha desatado una nueva ola de protestas y Casandras. Pero el capitalismo sigue y seguirá porque, dice Francesco Boldizzoni (Foretelling the End of Capitalism: Intellectual Misadventures Since Marx), éste responde a la naturaleza humana.
La página de internet de Black Lives Matter, el inspirador de las protestas recientes, dice textualmente que su objetivo es “el desmantelamiento del imperialismo, capitalismo, supremacía blanca, patriarcado e instituciones estatales”. Los agitadores que han aparecido en México, además de emplear términos que no son típicos del país (lo que sugiere “tecnología” importada), no tienen una página en internet, pero sin duda comparten esos objetivos. En lugar de buscar crear condiciones para la prosperidad de sus huestes, muchos grupos de Morena abiertamente hablan de crear un caos para avanzar hacia el paraíso chavista.
La paradoja es que el liberalismo, que históricamente ha sido complemento inexorable del capitalismo, es flexible y adaptable, en tanto que los protestantes son dogmáticos y en buena medida arrogantes. Me dirán que no puedo juzgar al movimiento, pero su naturaleza destructiva habla por sí misma. Los agitadores y quienes los siguen ciegamente difícilmente representan a la población.
Es evidente que la situación económica, el desempleo y meses de semiconfinamiento han exacerbado los ánimos, pero de ahí no se puede colegir que la población quiere destruir lo existente, por más que el statu quo requiera y merezca cambios fundamentales. Quien quema o destruye un negocio ciertamente no está pensando en los desempleados o la lacerante recesión. Es vandalismo puro con objetivos ulteriores.
México cuenta con, literalmente, millones de empresarios que luchan de sol a sol para construir su futuro, pero nunca acaban de crecer y consolidarse porque la formalización es tan onerosa que nunca llegan ahí…
Dos libros recientes se abocan a la persistencia del capitalismo, pero con enfoques muy distintos. Boldizzoni comienza con una frase lapidaria: “Estos días el mundo parece estar llegando a su fin con asombrosa regularidad”. La gran recesión, Brexit, Trump, el Apocalipsis climático, el coronavirus y lo que se acumule esta semana, son todos anuncios del irreversible e inevitable colapso del capitalismo. Pero las masas nunca parecen aprender la lección.
El libro de Boldizzoni relata la historia del capitalismo con gran detalle: un recorrido especialmente valioso por la manera en que clasifica a las diversas corrientes críticas. Para Rosa Luxemburgo, lo relevante son las teorías de la implosión, donde el capitalismo se colapsa por el peso de sus contradicciones. John Stuart Mill y Keynes plantean el agotamiento del capitalismo que conlleva a su muerte luego de haber creado una base de prosperidad. El recorrido concluye con Schumpeter, a quien le preocupa lo contrario: que el éxito del capitalismo en crear riqueza y prosperidad conduzca al abandono de la ética de trabajo que lo hizo exitoso. Lo más valioso del texto es que coloca al capitalismo en su justa dimensión: es tanto una “actividad añeja de la humanidad (producir y comerciar) como un sistema socioeconómico moderno basado en derechos de propiedad bien definidos y empleo asalariado”. Aunque el autor es crítico del capitalismo y habla en términos catastróficos, su argumento es, en esencia, que el capitalismo es inherente a la humanidad y eso explica su persistencia a lo largo de los siglos.
Thomas Philippon (The Great Reversal) sigue una línea muy distinta. Su texto compara la forma en que las economías de Europa y Estados Unidos han evolucionado en las últimas décadas, evaluando la capacidad de adaptación y flexibilidad de cada una de ellas. Comienza por observar la capacidad de innovación, encontrando que los americanos son superiores al desarrollar nuevos aparatos, a los que él llama “juguetes”. Sin embargo, mientras que en los ochenta los americanos provocaron dos momentos de alta innovación gracias a la competencia desatada por la desregulación de la aviación y la división del monopolio telefónico, su apreciación es que los reguladores europeos aprendieron esas lecciones mejor que los propios estadounidenses, desarrollando una mayor efectividad regulatoria al intervenir en el mercado, produciendo mucho mayor competencia en sus economías.
La falta de competencia en la economía americana no es una crítica nueva, pero su conclusión es que el éxito económico depende de la capacidad de adaptación para generar riqueza y ésta se mide esencialmente en términos de acceso al mercado, que el autor considera superior en Europa.
La lección para México es evidente: México cuenta con, literalmente, millones de empresarios que luchan de sol a sol para construir su futuro, pero nunca acaban de crecer y consolidarse porque la formalización es tan onerosa que nunca llegan ahí. Lo fácil es perderse en las empresas grandes, pero lo trascendente es el enorme número de empresarios en potencia, limitados por requerimientos regulatorios y fiscales que con frecuencia resultan insalvables. Estos libros muestran lo importante que es tener un gobierno competente que crea condiciones para la prosperidad. Lamentablemente, al día de hoy, esto en México no es parte de la ecuación.