Nos prometimos tanto… y nos quedamos con Lozoya
Por Edna Jaime (@ednajaime) | El Financiero
Conocí a Emilio Lozoya Austin en una reunión de integrantes del equipo de transición del candidato electo Enrique Peña Nieto con representantes de organizaciones de sociedad civil. El tema era la corrupción —por favor, no se ría, estimado lector—. Este equipo tenía la encomienda de dar cauce a la promesa del futuro presidente de combatir la corrupción, fortalecer la transparencia y regular, bajo buenos estándares, la publicidad oficial. Tres temas que puso en la agenda del día, como si entonara un mea culpa.
Mi intención en tal reunión era presentar algunos hallazgos de la evaluación que en México Evalúa habíamos realizado para identificar las debilidades de nuestras instituciones de control de la corrupción. Tenemos todas las instancias y mecanismos que marcan los libros de texto, pero ninguno de ellos cumple con su mandato cabalmente.
El joven Lozoya tomaba notas parsimoniosamente, quizá para disimular. Para ese entonces, es probable que ya hubiera participado en operaciones de triangulación de recursos para financiar la campaña de su jefe. Habría perdido su ‘virginidad ética’ mucho antes de ese encuentro en el que hablamos de corrupción.
Los dejo un momento con esa imagen del hombre que estaba a punto de pasar a la historia, para hacer un recuento apresurado de lo que siguió en la vida del país, que fue mucho y muy ambicioso. El Ejecutivo presentó una iniciativa para constituir una agencia anticorrupción. Por parte de organizaciones académicas y de sociedad civil se formó un acuerdo amplio sobre los elementos que debería contener una reforma que realmente pudiera hacer una diferencia en esta materia. Este primer acuerdo se convirtió en lo que más adelante sería el Sistema Nacional Anticorrupción (SNA).
Buenos esquemas de gobierno corporativo, la operación debida de los mecanismos de control internos de la empresa y ejercicios oportunos de fiscalización hubieran alertado sobre el fraude que se ceñía sobre la empresa.
En una ruta paralela a la construcción del SNA, ocurrían asuntos importantísimos en el sector energético. Una reforma constitucional en el sector no sólo abría la participación de la inversión privada en distintas modalidades, sino que también se le daba una estructura de gobierno corporativo a las Empresas Productivas del Estado, Pemex y CFE. El cambio de modelo parecía revolucionario.
Pemex, que por años fue una empresa expoliada por la corrupción, introducía prácticas de gobierno corporativo que prometían colocarla en la categoría de las empresas modernas. En la lógica de la reforma, la petrolera tendría que tener las estructuras y procesos que la asemejaran a sus competidores o potenciales socios. Y casi recién instalado el Consejo de Administración de la empresa, con integrantes independientes además de los gubernamentales, se autorizaron decisiones de la Dirección General que acabarían siendo desastrosas para la empresa, pero extremadamente lucrativas para su director y sus redes. La compra de Fertinal a un precio muy sobreestimado mostró lo mal implementados que fueron esos cambios.
En uno de sus informes, la Auditoría Superior de la Federación (ASF) consignó que la operación le costó a la petrolera 442 millones de dólares; obtuvo a cambio compañías que tenían 14 años sin operar sus instalaciones y con 60% de su maquinaria en estado inservible. El hallazgo de la ASF no tuvo consecuencias.
Buenos esquemas de gobierno corporativo, la operación debida de los mecanismos de control internos de la empresa y ejercicios oportunos de fiscalización hubieran alertado sobre el fraude que se ceñía sobre la empresa. Pero nuestras instituciones no actuaron. Operan a media capacidad por mal diseño, desidia o conveniencia. O porque sus integrantes están acostumbrados a mirar hacia otro lado. Son parte del problema. De ahí que si el presidente embiste contra ellas, a los mexicanos les importa poco.
Fueron las declaraciones de uno de los funcionarios de Odebrecht las que implicaron a Lozoya y forzaron a las insituciones a moverse. Si no hubiera existido ese ‘pitazo’ de fuera, Lozoya hoy estaría disfrutando de sus casas como lo hacen tantos políticos y funcionarios de administraciones pasadas, y que lograron saltarse todas las trancas con impunidad.
Este caso es perfecto para López Obrador. Le provee de una historia redonda para apuntalar cada uno de sus juicios: uno, las instituciones anticorrupción son inservibles, por eso las desprecia; dos, la modernización de Pemex al estilo neoliberal fue un fraude y una simulación. De ahí que se atreva a presentar propuestas que restituyen el poder de la Dirección General en detrimento del que formalmente detenta el Consejo de Administración. Por último, con el ‘Caso Lozoya’ tendrá los argumentos para señalar a la coalición ‘prianista’ como beneficiaria de acuerdos inconfesables. Le conferirá un mal nombre a la reforma energética, con la que justificará sus decisiones. Y le dará razones para calificar de inútiles a las instituciones anticorrupción, colocándose él como el único salvador.
El Caso Lozoya le cae al presidente como anillo al dedo. Con su olfato político calculó los dividendos y su apresuró a hacer la transacción.
La pregunta es qué nos queda a los mexicanos. Acaso el desencanto de reformas prometedoras que no lograron cuajar y que hoy se desmantelan. Y la oscura sospecha de que el abuso quedará impune. Tendremos más de lo mismo.
Lozoya cumplirá con fines políticos y de comunicación, porque aspiraciones de justicia… parece que no hay muchas.