La imposible legalidad
Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma
La ley lo dice, por lo tanto tiene que ser verdad. Cicerón hubiera dicho: Lex dixit, verita est. Bajo ese rasero, si la ley lo prohíbe, no existe: no hay secuestros, no hay robos, no hay homicidios, no hay violencia intrafamiliar, porque todo eso está prohibido por ley.
Al menos eso es lo que nos dicen nuestros legisladores de manera recurrente; los anuncios que emergen del Congreso son siempre iguales: “Nosotros ya legislamos, por lo tanto el problema ya desapareció”. Excepto que, todos lo sabemos, nada cambió, excepto lo que se publica en el Diario Oficial: miles de páginas de nueva legislación que no cambia nada en la realidad: siguen los secuestros y los robos y la corrupción. Lo único que falta es que a alguien se le ocurra decretar la felicidad. Con eso nuestros problemas serían historia.
Los políticos, máxime cuando son candidatos, se desviven en prometer que resolverán todos los problemas: unos porque ellos son la personificación del bien, otros porque traerán la legalidad a la vida cotidiana. Para quienes viven en el mundo terrenal, ese en el que los problemas no se resuelven por sí solos ni con más leyes y regulaciones inútiles, las promesas de legalidad son vagas, reiteradas y falsas.
La legalidad se ha convertido en un mito retórico: todos la prometen, pero nadie la define. Para nuestros “gobernantes” leguleyos, si está en la ley, es legal y, por lo tanto, vivimos en un Estado de derecho, lo que ha llevado a la práctica de modificar la ley para que lo que el gobierno quiera se pueda hacer. Lo que todos esos políticos no entienden —igual los de barriada que los que se sienten superiores— es que la esencia de la legalidad radica en que el gobernante no pueda cambiar la ley a su antojo. Es decir, la legalidad es imposible mientras alguien tenga, por sí mismo, el poder para modificarla.
El reino de la ley consiste en tres cosas muy simples: primero, que los ciudadanos tengan sus derechos (legales, políticos y de propiedad) perfectamente definidos; segundo, que todos los ciudadanos conozcan la ley de antemano; y, tercero, que los responsables de hacer cumplir la ley lo hagan de manera apegada a los derechos ciudadanos. Es decir, la legalidad implica que ambas partes –la ciudadanía y el gobierno– viven en un mundo de reglas claras, conocidas y predecibles que no pueden ser modificadas de manera voluntaria o caprichuda, sino siguiendo un procedimiento en el que prevalecen pesos y contrapesos efectivos cuya característica medular sea el respeto a los derechos de la ciudadanía.
Esta definición, aunque sea escueta, establece la esencia de la plataforma de reglas que norman el comportamiento de una sociedad. Cuando existe ese marco y éste se respeta y se hace cumplir, existe el Estado de derecho. Cuando las reglas son desconocidas, cambiantes o ignorantes de los derechos ciudadanos, la legalidad es inexistente.
Es en este contexto que debe analizarse la problemática que encara el Estado de derecho en el país. La propensión natural de nuestros políticos y abogados (y, más recientemente, de la OECD) es a proponer más leyes en lugar de atender el problema de fondo. Ese problema de fondo es muy simple y en este radica el dilema: la legalidad en México no existe porque quienes ostentan el poder político tienen –de facto– la capacidad de ignorar la ley, violarla, modificarla a su antojo o aplicarla, o no, cuando quieran. Es decir, el problema de la legalidad en México reside en el enorme poder que concentra el gobierno –y, crecientemente, una persona– y que le permite mantenerse distante e inmune respecto a la población.
Hay dos componentes del “Estado de chueco” que prevalece en el país, como lo llamó Gabriel Zaid: uno es la enorme, excesiva, latitud y discrecionalidad –que acaba siendo arbitraria– que le otorgan todas las leyes y regulaciones a nuestros funcionarios, desde el policía de crucero hasta el presidente de la República. Los funcionarios en México pueden decidir quién vive y quién muere (o quién tiene que pagar una mordida) porque la ley les otorga esa facultad. Esto no es algo que ocurrió por error: es la forma en que se nutre y preserva el sistema político, la forma en que se pagan los moches, la corrupción y la impunidad.
La única forma de construir un régimen de legalidad es quitándole el poder tan desmedido que tiene nuestra clase política y eso sólo puede ocurrir por voluntad propia –o por un liderazgo efectivo que reconoce que aquí reside una de las fuentes esenciales de la corrupción y la impunidad– o por una revolución. No hay otra posibilidad.
A riesgo de repetir un ejemplo que es imbatible, el gobierno de los años 80-90 entendió que la ausencia de Estado de derecho hacía imposible atraer inversión privada, sin la cual el crecimiento económico es imposible. Así, la razón de ser del TLC norteamericano es precisamente esa: un espacio de legalidad en el que hay reglas claras y conocidas y una autoridad que las hace valer. Ese régimen se adoptó porque el gobierno de entonces estuvo dispuesto a aceptar reglas “duras” a cambio de la inversión.
Si queremos un régimen de legalidad, tendremos que hacer lo mismo para todo el país, para toda la población, para todos los ciudadanos. Esa es la revolución que le falta a México.