Herencias

El país enfrenta una gran diversidad de desafíos estructurales para retornar al crecimiento y al desarrollo, pero ninguno se asemeja al reto que representan las finanzas públicas, en buena medida por la irresponsabilidad del gobierno anterior

Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma
El gobierno enfrenta desafíos inenarrables en los más diversos ámbitos, para los cuales no tiene soluciones razonables y viables. La inseguridad, la pobreza y la falta de crecimiento, por mencionar sólo algunos, son problemas nodales que el país enfrenta desde hace décadas ‑si no es que siglos‑ y que difícilmente cederán con las estrategias que se están adoptando. Sin embargo, hay un ámbito en el cual el legado del gobierno anterior es particularmente grave porque restringe la capacidad de acción del presidente López Obrador, pero, sobre todo, porque constituye una verdadera vergüenza para un gobierno que, con toda su arrogancia, se auto tildaba de ortodoxo: las finanzas públicas.
La administración anterior incrementó la deuda pública en casi diez puntos porcentuales respecto del PIB, a pesar de haber impulsado una de las reformas fiscales más recaudatorias (y perniciosas para el crecimiento) en décadas. Adicionalmente, endeudó a Pemex con más de 45 billones de dólares, colocando a la empresa en virtual quiebra. No sólo eso: el crecimiento de la deuda fue esencialmente en instrumentos en moneda extranjera, lo incrementó la vulnerabilidad del país, misma que explica la extrema depreciación que experimentó el peso durante esos años.
Aunque en el último tercio de ese sexenio hubo un dedicado esfuerzo a corregir los excesos de endeudamiento y desarrollar un programa financiero aceptable para los tenedores de bonos de “nuestra” petrolera, la herencia para el gobierno actual fue tóxica. Algunas muestras de ello son la crisis financiera del ISSSTE que compromete su funcionamiento, las altas tasas de interés vigentes y los costos del servicio de la deuda y, sobre todo, el enorme riesgo que representan las finanzas de Pemex para el gobierno y el país en general.
Esta no es la primera vez que un gobierno hereda una situación financiera precaria y hasta peligrosa. Baste recordar la que Echeverría dejó al país, la que le heredó López Portillo a Miguel de la Madrid o la que Salinas dejó a Zedillo. Las dos primeras fueron producto de errores de párvulos en la conducción económica, motivados por prejuicios ideológicos y pretensiones políticas que implicaron el abandono de los criterios de desarrollo de las décadas anteriores. La última por el manejo de la deuda en un momento de alta volatilidad política. La paradoja de esto es que el gobierno actual recibió un panorama financiero de fragilidad, pero parece decidido a empeorarlo.
La situación actual es precaria por lo elevado de la deuda pública, la virtual bancarrota de Pemex y las enormes presiones de gasto que el propio gobierno se está generando. En contraste con los setenta y ochenta, hoy el país goza de amplias reservas internacionales y de la credibilidad que por décadas se gestó entre los agentes de los mercados financieros, lo que le permite obtener financiamiento del exterior con relativa facilidad, aunque esa credibilidad se ha venido erosionado por el desorden que priva en el gobierno, así como las dudas sobre los proyectos que impulsa el presidente. El riesgo de perder la confianza de los mercados internacionales –por asuntos internos o por la incertidumbre relativa al TLC- son riesgos que no se pueden soslayar, pues su impacto interno sería devastador.
El contraste más fundamental con aquellas administraciones es mucho más trascendente: tanto en 1976 como en 1982 y 1994, los herederos de aquellas crisis se abocaron modernizar la economía, enfocándose a promover la inversión, atraer capitales y resolver los problemas tanto financieros como estructurales que padecía el país. El gobierno actual está aferrado en hacer lo contrario: retornar a megaproyectos de inversión pública con dudosas tasas de retorno (como la refinería de Dos Bocas y el Tren Maya) y al crecimiento de subsidios orientados a afianzar clientelas políticas, en lugar de sentar las bases para el crecimiento de la economía en el largo plazo. Nada simboliza mejor las contradicciones del actual gobierno que la cancelación del proyecto más susceptible de generar crecimiento económico y mejorar la competitividad como lo era el nuevo aeropuerto de la ciudad de México, en favor de dos elefantes blancos.
Si a todo esto se agrega el crecimiento exponencial del costo de las pensiones que va a experimentar el gobierno en los próximos años (algo que es sabido desde hace décadas, producto de la mayor longevidad de la población), y el similar crecimiento de los programas clientelares que ha diseñado el gobierno actual, el problema fiscal no podrá más que exacerbarse. A ello habrá que adicionar el proyecto de fusionar a los diversos componentes del sistema de salud, con el riesgo de reproducir, entre los médicos y el resto del personal del sector, el fenómeno sindical que atosiga a la educación.
En una palabra, la problemática fiscal existente se agudizará, lo que anticipa riesgos que esta administración acabará enfrentando y que, aunque no fueron causados por el gobierno actual, son enormes y extremadamente delicados. La pésima gestión hacendaria de la administración anterior ya hizo posible el triunfo del hoy presidente López Obrador y podría acabar siendo una herencia envenenada.