Hacienda vs la economía
Luis Rubio / Reforma
El gran aprendizaje de las crisis de los setenta a noventa fue que la estabilidad económica depende de unas finanzas públicas equilibradas. Cada vez que se desquiciaban las cuentas fiscales, generalmente por un exceso de gasto que llevaba a un creciente endeudamiento público, el peso se devaluaba y toda la sociedad perdía. La mayor parte de los políticos de aquella era acabó reconociendo que no se podía jugar con las finanzas públicas. Lo que nunca se ha reconocido es que de esa premisa se dio un salto al vacío, creando una contradicción entre el interés fiscal y el crecimiento económico.
La estabilidad de la economía es una condición sine qua non para lograr un crecimiento sostenido y elevado que permita generar riqueza, empleos e ingresos. Esta fórmula no es novedosa ni excepcional, pero no porque sea sancionada por Perogrullo deja de ser cierta y, a la vez, más rara. Independientemente de la profundidad con que se hayan implementado las reformas que, desde los ochenta, ha experimentado el país, toda la actividad gubernamental se fue orientando a crear condiciones para que el crecimiento pudiera ser elevado: liberalización de importaciones, apertura energética, racionalización del marco regulatorio, etc.
Y, sin embargo, la tasa de crecimiento promedio sigue siendo un patético 2%. Aunque ese promedio esconde más de lo que dice (algunos estados -como Guanajuato, Querétaro y Aguascalientes- crecen a tasas casi asiáticas, en tanto que otros se mantienen, en el mejor de los casos, paralizados). Todos esos esfuerzos no se han traducido en un mejor desempeño, sobre todo de aquellas regiones y entidades que tienen una predisposición en contra del desarrollo, como han probado ser varias de las sureñas. La gran pregunta es qué es lo que ha generado este estado de cosas.
Mi hipótesis es que hay dos factores que inciden en crear esta circunstancia. Por un lado, a pesar de tantas reformas, el gobierno en su función de regulador y emisor de permisos, se ha convertido en un enorme lastre. Hay cada día más regulaciones, la burocracia crece, los requerimientos administrativos se multiplican, los inspectores hacen de las suyas, el pago de impuestos -y sus procedimientos- se complica cada vez más y, en general, la contraparte de las empresas en todo el proceso de obtención de permisos, pago de impuestos y cumplimiento de regulaciones y otras obligaciones, se ha convertido en una inmensa fuente de extorsión y corrupción. (Casi) no hay político que no haya generado sus ahorritos para la siguiente campaña electoral (o su bolsa), convirtiendo a su gestión en una fuente de extorsión para todo aquel que se atreva a tratar de construir una empresa, desarrollar una inversión o, algún ser superior no lo quiera, generar un poco de riqueza y empleos.
El otro factor que inicide en el pobre desempeño económico es macroeconómico y se resume en una línea: el interés hacendario (la estabilidad financiera) no ha sido compatible con el crecimiento de la economía. Específicamente, la forma en que se ha procurado asegurar un equilibrio en las cuentas fiscales no ha sido benigno para el crecimiento del ahorro y la inversión: en lugar de cancelar proyectos o programas inútiles, excesivos y con frecuencia contraproducentes, lo que se ha hecho es extraer más recursos de la sociedad. De esta forma, en lugar de lograr el equilibrio bajando el gasto, se ha logrado elevando el ingreso. Los impuestos acaban siendo no una forma de redistribuir el ingreso para generar una mayor equidad dentro de un contexto de acelerado crecimiento económico, sino una forma de preservar el statu quo, impidiendo que la economía crezca de manera significativa. Si a lo anterior sumamos la pésima calidad de las inversiones públicas y su baja rentabilidad, el gobierno constituye un lastre para la economía y no una fuente de crecimiento.
Detrás de esta perversidad yace la realidad del sistema político del país: los profesionales de la economía -exceptuando esos que se han creido políticos y se han dedicado a utilizar los instrumentos hacendarios para avanzar sus propias aspiraciones políticas via gasto y endeudamiento- han actuado dentro de los límites que imponen las circunstancias de su entorno. Por su parte, los políticos han vivido para sí mismos -para sus privilegios, prebendas e intereses- y han contado con el suficiente poder para preservarlos y nutrirlos de manera sistemática, independientemente del costo para el resto de la población. En este contexto, los profesionales de la economía, a quienes hace años se les denominaba, de manera peyorativa, tecnócratas, han actuado para preservar la estabilidad y sólo lograron mejorar las condiciones económicas cuando así les permitieron las circunstancias políticas.
De esta manera, el interés burocrático y hacendario choca con el interés del desarrollo económico. La población ha experimentado un menor crecimiento -y peores oportunidades de desarrollo- porque ha ganado el interés burocrático -la extorsión y la corrupción que padece el país de manera cotidiana- y el interés hacendario: más impuestos y mayor complicación para funcionar. Un cambio de gobierno y de paradigma como el que viene bien podría comenzar por aquí.