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Por Luis Rubio (@lrubiof) | Reforma
Al inicio del año 2000 el país enfrentaba una encrucijada. La contienda electoral cobraba forma, las instituciones electorales habían sido debidamente instaladas, y la expectativa, por demás justificada, era que los comicios serían limpios, competitivos y pacíficos. Sin embargo, nadie sabía cuál sería el resultado de la elección. Es decir, México entraba en lo que luego se conoció como “normalidad democrática” donde hay certidumbre respecto al proceso pero no en el resultado, justo lo contrario a la historia del siglo XX en que el resultado era por todos conocido desde que salía nominado un candidato. Ahora hemos vuelto al mundo de la incertidumbre tanto del proceso como del resultado, lo que abre una infinidad de posibilidades, la mayoría de ellas mala.
Cuando comenzaba ese año insigne para la política mexicana, el 2000, escribí lo siguiente: “Quizá la mayor de las fuentes de riesgo reside en el recuerdo de la violencia política que se registró la última vez en que presenciamos un proceso electoral para elegir al ejecutivo federal [1994], un momento sumamente destructivo. Es en este contexto que queda por dilucidar si los próximos meses nos acercarán más al modelo shakespeariano o al modelo chejoviano. En sus tragedias, los personajes de Shakespeare siempre acaban logrando reivindicar un sentido de justicia, pero todos acaban muertos; en las tragedias de Chéjov todo mundo acaba triste, desilusionado, enojado, desencantado, peleado, amargado, pero vivo. Los conflictos inherentes a la sociedad mexicana no van a desaparecer de la noche a la mañana; pero lo que los mexicanos requerimos es que el manejo de la política nos acerque a Chéjov, porque lo otro es simplemente inaceptable.”
Veintitrés años después, y a catorce meses de la próxima elección, el país ha avanzado en ciertos aspectos, pero ha retrocedido en muchos otros y, gracias a las leyes promovidas por el gobierno en materia electoral (el famoso “Plan B”), la probabilidad de un mayor deterioro tanto político como en materia de seguridad ya no puede descontarse. Para comenzar, el gran logro en materia electoral –certidumbre sobre el proceso, pero no sobre el resultado– bien podría estarse revirtiendo en aras de intentar imponer un resultado independientemente de la voluntad del electorado. Un gran triunfo ciudadano –quizá el mayor de nuestra historia– podría estar viendo sus últimos días.
¿Hacia atrás o hacia adelante? Esa es la disyuntiva. Hacia atrás, el camino que marca el nuevo entramado electoral avanzado por el ejecutivo implicaría un grave deterioro en materia democrática, pero sobre todo un creciente riesgo de violencia.
Y esto es tanto más importante a la luz de lo poco que ha avanzado la democracia mexicana en todos los demás rubros.Aunque se avanzó en materia electoral de 1997 en adelante, el país difícilmente podría llamarse democrático cuando no más del 58% del electorado se dice ciudadano (versus el 42% que se asume como “pueblo”), apenas una mayoría dispuesta (y capacitada) para defender sus derechos. Más al punto, nadie podría argumentar con seriedad que el país goza de paz, un sistema efectivo de gobierno, justicia “pronta y expedita” y transparencia y rendición de cuentas por parte de las autoridades responsables. Claramente, las cosas han cambiado, en muchos casos mejorado, respecto a la era del PRI “duro,” pero México no califica como democrático bajo las medidas internacionales convencionales.
¿Hacia atrás o hacia adelante? Esa es la disyuntiva. Hacia atrás, el camino que marca el nuevo entramado electoral avanzado por el ejecutivo implicaría un grave deterioro en materia democrática, pero sobre todo un creciente riesgo de violencia. Ni los más avezados abogados del régimen podrían argüir que el país ha mejorado en materia económica, política, de justicia o de seguridad. La narrativa gubernamental es prolija, pero los avances en el mundo real son inexistentes y todo eso se va acumulando para crear un entorno incierto y crecientemente más propenso a escenarios poco deseables.
Catorce meses para los próximos comicios son muchos meses de alta política y bajas pasiones. Tiempo para que cobren forma las candidaturas, tanto del partido en el gobierno como de la oposición, tiempo para que se exprese la sociedad en todas sus formas y características, circunstancia de una sociedad plural que no acepta la imposición de etiquetas o cartabones falaces y descalificadores. Tiempo para que la ciudadanía asuma su papel y responsabilidad como corresponde a una sociedad libre y soberana.
El INE –esa entidad compleja y pesada– nació así por la enorme incertidumbre que existía, por el potencial de conflicto que cada justa electoral generaba y porque, en última instancia, la ciudadanía no había podido o querido hacer suya la responsabilidad de limitar el abuso de los partidos políticos y del gobierno. Casi tres décadas después, la ciudadanía tiene que asumir ese papel para garantizar que el proceso sea limpio, competitivo y pacífico y que el resultado, cualquiera que sea éste, sea respetado por todos los participantes. Este es el momento de la ciudadanía: con su voto mayoritario debe garantizar que el resultado sea abrumador e indisputable.
Shakespeare o Chéjov, ese es el dilema. Como en toda democracia que se respeta, algunos no saldrán contentos con el resultado, pero todos deben salir vivos, respetados y debidamente reconocidos. Con INE o sin INE, más vale que los ciudadanos así lo garanticemos.